Son el barniz sin la estructura, la pose sin el compromiso, el atuendo sin la esencia (y cuanto más atuendo exhiben, menos esencia tienen). Son lo sofistas de cafetín. Las sodas universitarias constituyen el hábitat natural de esta peculiar variedad zoológica, una de las pocas especies cuya inminente extinción es celebrada, más bien que deplorada por los ecologistas del mundo entero. Su verbilocuencia y encanto natural les confieren inmediata popularidad en estos etílicos cenáculos, donde los viernes por la noche puede vérseles sumidos en honda cavilación, con los ceños fruncidos y las manos acariciando doctamente el borde de un vaso de cerveza o el lomo de algún desvencijado volumen de poesía. Elucidan el significado último del universo, diagnostican con preclaridad de oráculos la crisis social del país, disertan en torno al fenómeno de la globalización, y de pronto, abordan el tema del destino de la conciencia individual después de la muerte, con el donaire de quien hubiera ido y venido varias veces del más allá. Se pasean por el mundo del pensamiento en calidad de turistas, no de residentes. Coquetean con las ideas, no les hacen el amor. Las barajan y manosean, pero no serían capaces de vivir, y menos aún de morir por ellas. Se erigen en paladines de los grandes ideales únicamente en tanto estos no exijan de ellos el compromiso y sacrificio personal que demanda toda verdadera beligerancia. El estrépito de sus fuegos de artificio verbales suele ser estrictamente correlativo a su falta de realizaciones concretas y tangibles. "Mucho ruido para tan pocas nueces": he ahí el implícito lema de sus vidas.
Mediocridad y arrogancia se dan en ellos la mano (como que rara vez aflora la una sin la otra), y cuanto más padecen de la primera, más ejercen la segunda. Y es así que los vemos errar por el campus universitario con los cabellos en tremolina, los ojos desorbitados y las ropas raídas, delatando con ello una genialidad insondable y visionaria. Como toda cofradía, tienen su repertorio de tópicos "exclusivos", lo que Mallarmé llamaba "las palabras de la tribu". Hablan de "crisis existencial" para designar una jaqueca pasajera o un chascarrillo amoroso (por ahí habrán leído quizás algún resumen de La Náusea, pero de Ser y Tiempo, obra capital del existencialismo moderno, no creo que hayan pasado de la primera página). Imparten cátedra libre en torno a la dialéctica, el estructuralismo, el ecologismo, el sicoanálisis, la macrobiótica, y van por el mundo postulando el "rescate" de esto o lo otro (¿no se les habrá ocurrido pensar quién va a "rescatarnos" a nosotros de sus trilladísimas elucubraciones?). Se refieren al boom latinoamericano como si García Márquez, Llosa y Sábato fueran sus "cuates" de toda una vida, y exaltan sin cesar a sus "cantautores" favoritos (un engendro idiomático superado en cursilería únicamente por aquella telenovela mexicana titulada Esposamante). Y de pronto, como arrebatados por un súbito rapto de inspiración, empuñan la guitarra e improvisan alguna encendida trova, para arrobamiento de una flora femenina más pródiga en candor y suspiros que en inteligencia. Porque es la tendencia de ciertos espíritus ingenuos el confundir la dinamita y la bombeta, la luz y el relumbrón, la esencia y la apariencia.
Si no fuera por la petulancia que es consustancial a su falta de talento, podríamos mirar a nuestros amigos los sofistas con alguna tolerancia. Después de todo, es el suyo el deslumbramiento característico de la mentalidad provinciana que descubre, con cincuenta años de atraso, las ideas que logran abrirse paso a través de su enmontañamiento cultural. Salvando las diferencias del caso, se trata de una manifestación más del síndrome de Monsieur l´Hommais, el pomposo y locuaz boticario de Madame Bovary. Y sin embargo, signos alentadores despuntan ya en el horizonte. Tengo para mí que asistimos al canto de cisne de una generación de poseurs profesionales, trasnochados adalides de una moda tan vana como efímera. Bajo el triste, lento flujo de toda esta broza cultural, hierve ya una intelectualidad más vigorosa, auténtica y comprometida, una legión de filósofos y artistas para quienes el pensamiento es hermano de la acción, y no regodeo narcisista en la propia retórica. A ellos debemos prestar oídos, y dejar que los histriones sigan representando solos su bien ensayada rutina de la impostura y la sofistería. Porque toda palabra que no sea forjadora de pensamiento y detonante de la acción, es pura y simple frivolidad.