Corrían años tempranos de mi carrera de profesor. Era padre de tres hijas y mis emolumentos académicos apenas me habían permitido iniciar el pago de una modesta vivienda en un barrio cercano a la Universidad. Pero no tenía razones para quejarme de mi suerte, entre otras cosas porque confiaba en que, si una de mis pequeñas se llegaba a enfermar, podía recurrir a los servicios de la Caja Costarricense de Seguro Social para que fuera atendida con la misma prontitud y la misma eficiencia que habíamos encontrado, en mis tiempos de estudiante de la Universidad de Lovaina, en la atención médica belga cubierta por la mutual de seguros a la que me había afiliado.
Al menos así debía ser de acuerdo con la teoría y con base en el hecho de que vivíamos cerca de algunos de los mejores hospitales del país. Sin embargo, pronto llegó el desengaño. Un día, una de mis hijas sufrió un accidente doméstico y se hizo necesario hacerle una pequeña intervención quirúrgica para extraerle de la planta de un pie un fragmento de metal. Buscamos un hospital de la CCSS y la niña fue internada, pero pasaron varios días sin que la sencilla operación fuera realizada, y todos en la familia nos dábamos cuenta de que las razones para la procrastinación se encontraban en una calculada desidia del cirujano responsable.
Y… saltó la liebre. Cualquiera puede hacerse una idea de nuestra desazón. No teníamos que ser expertos para darnos cuenta de que no se trataba de una operación riesgosa, ni difícil, ni prolongada, y que el atraso significaba para el hospital un dispendio injustificable. Pero, al cabo, saltó la liebre. El cirujano se ofreció a realizar la operación “por la vía privada”, en el mismo hospital, al costo de lo que equivalía a casi dos meses de mi sueldo de profesor: el clásico “biombazo”, en fin.
“¿Quieren que a su hija la operen como pobre o como Dios manda?”, preguntó, amenazante, el extorsionador, sin mencionar que éramos cotizantes del “sistema”, y se salió con la suya. Sin embargo, todavía creía yo en las brujas de la decencia y le pedí cita, para quejarme, a su superior jerárquico, un amanerado petimetre, para quien mi protesta fue cosa de oír llover, y al que más tarde vería pavonearse en los altos balcones de la política nacional.
Pude explicarme entonces que el cirujano biombero fuera, además de figurón de la beneficencia josefina, acaudalado terrateniente, ganadero y agricultor. En verdad, todavía me pregunto a cuántos trabajadores más puede haber expoliado, y esa es una razón para que hoy no me extrañe que el aprovisionamiento de la CCSS se vea maculado por una sórdida cadena de “premios” repartidos entre dirigentes de esa benemérita institución.
Compensación con creces. En todo caso, debo reconocer que, por mi parte, aquello fue una contribución aislada a las finanzas de un corrupto y a la tranquilidad de conciencia de otro, porque nunca más volvió a ocurrirme algo semejante, aunque a lo largo de los años he escuchado historias parecidas. La dedicación y el desinterés con los que nos favorecieron más tarde otros médicos del sistema nacional de salud vinieron a compensar con creces aquella nauseativa experiencia. Eso sí, debo contar a mis cuatro lectores que muchos años después me llevé la sorpresa de encontrarme con aquel hombre venal en circunstancias bastante curiosas: por razones institucionales relacionadas con mi condición de profesor emérito de una escuela universitaria, me correspondió participar en la entrega oficial de cierta distinción de la que era objeto, pienso que inmerecidamente, el ilustre “biombero”.
No lo saludé con sorna ni con desprecio. Más bien, hoy, a la luz del significado que ha adquirido la palabra “premio”, pienso que el envejecido cirujano vio bien engrosado el suyo a costa de sus “embiombados” pacientes y, por ello, hizo buenos méritos para ganarse el Cielo.