Madrid, marzo 2004: 191 muertos y 2.000 heridos. Todos víctimas inocentes. Bali, diciembre 2002: 202 muertos y 300 heridos. Todos víctimas inocentes. Nueva York, setiembre 2001: más de 3.000 muertos. Todos víctimas inocentes. Son solo los últimos de una larga lista.
Blancos, negros y amarillos. La raza no tiene importancia. Católicos, judíos o musulmanes. La religión tampoco importa. Europa, Asia, América. El lugar es indiferente.
Si hubiera un extraterrestre observándonos desde algún lugar del universo, seguramente pensaría que lo que toleramos los "terrestres civilizados y globalizados" del tercer milenio es totalmente inconcebible.
Sí es conmigo. La última manifestación de la barbarie terrorista en Londres volvió a recordarme, como tantas otras veces, las terribles pero proféticas palabras del pastor alemán Martin Niemoller (1892-1984): "En Alemania (los nazis) primero vinieron por los comunistas, pero no alcé mi voz porque yo no era comunista. Después vinieron por los judíos, pero no alcé mi voz porque tampoco era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no alcé mi voz porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no alcé mi voz porque yo era protestante. Al final vinieron por mí y, para ese entonces, ya no había nadie que alzara su voz por mí".
En esta aldea globalizada, que nos permite el privilegio de ver, en directo y a todo color, cada cosa que sucede al otro lado del mundo, y que ha puesto en nuestras manos el conocimiento suficiente para construir el futuro, no hay justificación para ser indiferentes ante nada, pero especialmente ante el terrorismo.
Y no hay justificación porque el terrorismo nos alcanza a todos. Al que viaja en avión y teme una bomba de un desconocido. Al pasajero discriminado y revisado hasta la saciedad, simplemente porque pertenece a una determinada religión o tiene la piel de otro color. Al atleta que irá con temor a las próximas Olimpiadas. Al gran hotelero o al pequeño comerciante que se quedará sin turistas. A todos.
Sin libertad, hay miedo. Ciertamente, con Londres de por medio, todos nosotros, en cualquier parte del mundo, perdimos, una vez más, algo de libertad. Algo que precisamente es fundamental para el plan terrorista porque sin libertad hay miedo. Y con miedo, hay violencia, irracionalidad, discriminación y más violencia. La confianza natural entre los hombres y mujeres libres se pone en peligro y se debilita. Debilitada la confianza mutua, no somos más que seres individuales y egoístas incapaces de coaccionarnos para defendernos. Así de sencillo.
Por ello, cada uno de nosotros, y desde su particular forma de vida, con su pluma, su manifestación o sus enseñanzas, tiene la responsabilidad de decir no al terrorismo; no a la irracionalidad de las muertes inocentes; no al temor que paraliza, discrimina y maltrata inocentes de una y otra parte.
Niemoller sufrió la persecución nazi y, como tantos otros, vivió víctima de los campos de concentración hitlerianos. Murió, sin embargo, reprochándose el no haberse manifestado a tiempo contra las primeras señales de persecución. Supongo que muchos de nosotros estaremos temiendo que nos pase lo mismo.
Por eso, levantemos la voz. Pronunciémonos. Repudiemos. Señalemos. La historia reciente ha demostrado que la fortaleza del ciudadano común, de la sanción colectiva y del repudio también funcionan.
Y es que cualquier pequeña manifestación, por humilde que sea, es mejor que ver pasar estas atrocidades como quien se sienta en mecedora a contemplar las procesiones; o, peor aún, como quien cree que el problema o la solución son responsabilidad de los demás.
Porque el terrorismo -cualquiera que sea su móvil o su blanco- es inaceptable.