El día 18 de mayo, Juan Pablo II lanzó al mundo un relato autobiográfico sobre sus experiencias como obispo. Para el ciudadano corriente y moliente, ¿qué interés pueden tener estos recuerdos que parecerían dirigidos, en primera instancia, a obispos y sacerdotes? Muchísimo. Y esto es lo que intentaré desgranar en estas líneas.
Etienne Gilson, en su Filosofía del Arte , compara el proceso artístico con un fino “hilo de oro” que atraviesa la persona y la obra del artista. Este hilo viene a ser como la “forma germinal” que le acompaña –y que poco a poco va desentrañando– desde la cuna hasta la muerte. En el caso de Karol Wojtyla, llama asombrosamente la atención esa fidelidad por descubrir el designio de Dios sobre su vida y su obra, y el ferviente deseo de ser fiel a esta voluntad. En una época cuando el valor de los compromisos ha perdido fuerza, viéndose afectadas la lealtad y la coherencia en el pensar y en el obrar, el relato de Juan Pablo II nos impacta por esa sensibilidad de cabeza, voluntad y corazón, para querer escudriñar los planes de Dios sobre la Historia y querer vivir con responsabilidad personal dichos acontecimientos.
Luces potentes. El siglo XX y el nuevo milenio que comienza no se entenderían sin la presencia de este gigante intelectual –de liderazgo moral indiscutible– que sabe colmar de esperanza las situaciones más inéditas. Encíclicas como la Fides et ratio y la Veritatis splendor constituyen verdaderos balances y síntesis en la historia del pensamiento, y arrojan luces potentes para descubrir la armonía que existe entre la fe y la razón y para ahuyentar el relativismo que sume al mundo contemporáneo en la desesperanza. Sus cartas pastorales –dirigidas a la familia, a la mujer, a los jóvenes y a los ancianos– revelan el profundo conocimiento que tiene de estas realidades y ofrecen soluciones concretas para el desarrollo de un humanismo personalista que devuelva al ser humano la certeza de su dignidad. Su defensa de la vida –desde el momento de la concepción hasta la muerte natural– representa un baluarte frente a experimentos científicos que se erigen al margen del respeto por la persona. En su opción preferencial por los pobres enarbola una globalización de la solidaridad frente a los problemas que aquejan la economía y la política. Y recuerda que la verdadera liberación es la del pecado que, con la ayuda de la gracia, es capaz de dar solución –a todos los problemas individuales y de la sociedad– a golpe de santidad personal.
En las seis partes en que se divide su relato –I Vocación, II Actividad del obispo, III Compromiso científico y pastoral, IV Paternidad, V Colegialidad, VI “El Señor es mi fuerza”– vemos la vida de un hombre atravesada por un fino “hilo de oro”, que acoge en un crescendo continuo su vocación, su misión, su compromiso con todas las manifestaciones del genio humano, donde la piedad de niño y de joven se une a la cabeza de filósofo y teólogo, donde su servicio y defensa del depósito de la fe la hace de hinojos –actitud bellamente expresada en su poemario Tríptico romano– acompañado de la Cruz y de María, elecciones que han configurado, no solo su escudo papal, sino su vida entera. “¡Levantaos! ¡Vamos!”, palabras que Cristo dirige a Pedro, Juan y Santiago en el huerto de Getsemaní, resuenan cada día como aldabonazos en nuestro corazón porque vivimos tiempos que exigen la vigilia heroica del centinela.