No hay tema más desesperante que el que trata este artículo. El año termina como comenzó: con desalentadoras noticias sobre la pobreza en Latinoamérica. La mitad de los latinoamericanos son pobres, y de ellos una parte sustancial padece lo que los expertos clasifican como “pobreza extrema”. Pero peores aún que ese dato ominoso son las absurdas medidas con que buena parte de los políticos y de los electores pretenden poner fin a este flagelo: proteccionismo, “globofobia”, una mayor intromisión del Estado en la conducción de la economía, aumento del gasto público sin tomar en cuenta la erosión de la capacidad de ahorro e inversión de las empresas, incumplimiento de los acuerdos internacionales y, en definitiva, políticas inflacionarias que perjudican y empobrecen aún más a los latinoamericanos. Es decir, exactamente la receta 100 veces empleada a lo largo del siglo XX, responsable del desastre relativo de nuestra golpeada parcela cultural.
Afortunadamente, no toda Latinoamérica exhibe el mismo cuadro. En Chile, Libertad y Desarrollo, una de las instituciones más prestigiosas de cuantas analizan los problemas sociales del país, acaba de publicar un informe sobre la pobreza chilena que debería ser estudiado con mucho cuidado en todo el continente. En 1970, poco antes de la llegada de Allende al poder, cuando casi todo el espectro político nacional, a izquierda y derecha, estaba dominado por el pensamiento populista, el 21 por ciento de los chilenos era víctima de la pobreza extrema. ¿Cómo se medía objetivamente esa categoría? Por medio de cuatro factores: clase de vivienda (tipos de suelo, techo, paredes), número de personas por metro cuadrado (grado de hacinamiento), clase de equipamiento (electricidad, nevera, televisor, radio, teléfono, etc.) y acceso al agua (corriente, potable y alcantarillado para disponer de los desechos).
“Salto cualitativo”. Hoy solo el 8 por ciento se clasifica como víctima de la extrema pobreza y, aunque se observa cierto preocupante estancamiento en la lucha contra esta situación, no hay duda de que los chilenos han dado lo que los marxistas llaman un “salto cualitativo”, pero lo han dado con las reglas de la economía de mercado, la sensatez en la administración pública y un razonable apego a la ortodoxia económica. Veamos cuáles son, realmente, las medidas que tienen éxito en el combate contra la pobreza.
La primera condición es que el conjunto de la economía tiene que crecer. “Distribuir” no es suficiente y, con frecuencia, lo que se consigue es el estancamiento y, a la larga, un mayor índice de miseria. Hay una relación directa entre crecimiento y reducción de la pobreza: un aumento del 10 por ciento del PIB genera una disminución del 11 por ciento de la pobreza. Pero “crecer” es un fenómeno que ocurre en las empresas. Hay que fomentar las condiciones legales y fiscales para que surjan nuevas empresas y se fortalezcan las existentes.
Ingreso al hogar. Ese crecimiento, además, debe orientarse a la generación de empleos. La pobreza extrema es el resultado de que no hay ingresos en los hogares, o que solo se cuenta con un salario muy bajo. Y la manera de enfrentarse a este problema es la flexibilización del mercado laboral para que las empresas se animen a contratar a personas poco o nada calificadas, a las mujeres y a los jóvenes. Es indispensable que las mujeres entren al mercado laboral. A veces bastan dos salarios bajos para salir de la miseria asfixiante y poder estructurar la vida de una manera más decorosa.
El tercer elemento es la educación. Hay que educar más y mejor. La relación entre nivel de educación y desempeño económico es obvia. Pero, con frecuencia, se malgastan los recursos. Son necesarios más trabajadores calificados –plomeros, electricistas, albañiles, cocineros, soldadores, sastres y otras docenas de oficios– que bachilleres en letras y abogados. Hacen falta más vendedores y conductores de camiones. Siempre son utilísimos los comerciantes y los ingenieros. Es muy importante estimular en los jóvenes, desde niños, la audacia empresarial para que en su momento se animen a crear sus propios negocios.
Voluntarios motivados. La cuarta medida que propone Libertad y Desarrollo es potenciar a la sociedad civil para que también participe en la lucha contra la miseria. Suele hacerlo mejor que el sector público. En Latinoamérica casi no hay filantropía –la Fundación Carvajal de Colombia es una notable excepción–, pero apenas existen incentivos para ello. ¿Por qué no liberar una parte de los impuestos a la herencia siempre que se dedique a la lucha contra la pobreza? ¿Por qué no eximir a los contribuyentes de un fragmento de su carga fiscal a cambio de que done esos recursos a instituciones privadas que combaten la miseria? Lo probable es que esos fondos, utilizados por voluntarios moralmente motivados, serán usados con más eficacia que si caen en el saco sin fondo de los presupuestos públicos.
El camino, en fin, se conoce. Lo terrible es que nuestros pueblos, incomprensiblemente, marchan en la dirección contraria.