Pocos casos reflejan tan cabal y gráficamente la hondura y extensión de la corrupción en nuestro país como el botín o piñata de los taxis. Así lo demuestra el "collage" de autores, cómplices, beneficiarios, parientes, dirigentes políticos, altos funcionarios, diputados, mezclados todos en una danza interminable de regalías y de presiones, de omisiones y mutismos.
¿Corrupción? Este vocablo puede parecer duro, pero es el más apropiado. Corrupción es la amalgama ilegítima del interés público con el privado, esto es, la alteración o trastrocamiento del uso normal de la función pública en provecho propio, de familiares o de amigos. En el caso de los taxis, no se ha demostrado el enriquecimiento ilícito directo de nadie. Sin embargo, la confusión de intereses salta a la vista: agradecimiento político, militancia, parentesco, amistad, y, sobre todo, el hecho incuestionable de que la recomendación o la presión significa una desviación del procedimiento legal establecido y una coacción sobre la voluntad de los funcionarios encargados de actuar quienes, además, se sirvieron con la cuchara grande.
No se trata, sin embargo, de definiciones sino del arraigo de una mentalidad y de una forma de sensibilidad. Mentalidad: el Estado patrimonial (botín y piñata), en vez del Estado de derecho; la política, no como acto de servicio, en aras del bien común, sino como régimen de reparto (¿no han sido nuestras últimas campañas un trueque entre el favor político y el voto?) y la moral del partido o de situación sobre los principios y los valores. Sensibilidad: se ha aducido, en este escandaloso óleo de bienes públicos, el estado social de los beneficiarios, aunque algunos sean millonarios. No hay, sin embargo, excusa que valga. Si para algunos la corrupción no fuese visible, la sensibilidad moral y política debería moverlos a refrenarse o, al menos, a preguntarse sobre el decoro de estos actos.
Los taxis como botín político son de vieja data. Los últimos gobiernos no solo no han puesto coto a este relajo sino que, mediante disimulos y promesas de ordenamiento, lo han estimulado. De aquí las características y consecuencias de este desbarajuste: participación del PLN y del PUSC, con igual desenfado, casi como una competencia, y consiguiente anulación recíproca --empate moral-- para no extirparlo; pérdida de autoridad para atacar con convicción y eficacia otros bastiones de la corrupción lo que, sumado a otros actos de debilidad y complacencia en otros sectores, desvía la atención para imponer orden y rigor en la administración de los recursos públicos; incapacidad para exigir un servicio de taxis eficiente y respetuoso, y, sobre todo, un pésimo ejemplo para el resto de los ciudadanos.
En estas condiciones, el sentido común aconseja solicitar al Gobierno o a la Asamblea Legislativa una investigación a fondo sobre el origen de la concesión de taxis; el esclarecimiento sobre los verdaderos concesionarios, pues este desorden se ha prestado a toda suerte de secretos arreglos y a todo tipo de testaferros, así como a poner orden y decencia de una vez por todas en estas concesiones. Pero, si los de arriba han prohijado la disipación, ¿a quién podrán dirigirse los ciudadanos? Triste condición la de un país en que la política se divorcia de la moral, el Estado del derecho y en el que todo, a la postre, parece normal y aceptable.