Los acontecimientos del 11 de setiembre del 2001 exacerbaron en muchos norteamericanos un sentimiento patriótico que los despojó de la perspectiva y la prudencia. Consternados por la magnitud del ataque y herido su orgullo al padecer en carne propia lo que muchas naciones han vivido en varias ocasiones, pidieron al mundo apoyo incondicional y no pudieron comprender que no fuera totalmente empático con el dolor y la indignación que los embargaba. Mayor fue aún su sorpresa cuando, algún tiempo después, comenzaron a percibir enormes manifestaciones de repudio a sus acciones políticas y militares.
Es comprensible que los ciudadanos reaccionaran con tanto estupor e indignación. La guerra obnubila la razón y excita la pasión. Lo que no es comprensible, y menos justificable, es que el Gobierno esté a la vanguardia de esta visión de túnel. Fueron numerosos los ciudadanos, periodistas y políticos norteamericanos que, en las semanas previas a la invasión militar en Iraq, con lenguaje maniqueo y agresivo, insultaron a Alemania, Francia y a otros países porque se atrevieron a negarles el apoyo a la invasión militar a Iraq. Estadounidenses conspicuos que tuvieron el coraje de denunciar el belicismo de su Gobierno fueron vilipendiados y aplastados por una cortina de censura que, con el apoyo de muchos medios de comunicación, logró acallar casi todo debate sobre el tema. Distinguidos intelectuales tuvieron que recordar, cuando arreciaba la intolerancia, que el disenso, la crítica y el debate son instituciones y costumbres fundamentales de la democracia.
Simplismo de Bush. Resulta escalofriante constatar el simplismo con que la administración Bush planeó no la guerra contra Iraq, que con su apabullante poderío militar era un tema táctico relativamente sencillo, sino la reconstruccción y la organización política autónoma de ese país. Sabemos que una realidad humana es la imposibilidad de prever, por más de un tiempo muy corto, los resultados de cualquier acción política de grandes dimensiones. Es notorio que el Gobierno estadounidense restó importancia a las enormes diferencias históricas, culturales, políticas y religiosas entre EE. UU. e Iraq y, en consecuencia, fue incapaz de comprender que ganar la paz era mucho más difícil que ganar la guerra. Un repaso por la historia militar les habría sido de utilidad. En 1781, cuando las fuerzas inglesas arrasaban los territorios de las colonias americanas, Lafayette le escribió a Jefferson: “Recorrer un territorio (militarmente) no es conquistarlo”. Por cada rebelde que los británicos capturaban, y por cada establo que incendiaban, una docena de patriotas brotaba en los campos de Virginia. Como en muchos otros momentos –Vietnam entre ellos–, esa historia se está reescribiendo hoy en Iraq. La única conquista sólida es la que seduce mentes y corazones; por eso, la analogía de los más altos dirigentes norteamericanos entre la posguerra europea (de la Segunda Guerra Mundial) y la posguerra iraquí no es más que una burda falacia.
En el más alto círculo de poder en Wash-ington no existe la penetración que otorga el conocimiento de la historia que permite a los hombres ensanchar su siempre limitado horizonte; no hay en ese grupo quien otorgue una cierta reflexión filosófica, psicológica o antropológica a su quehacer y no es posible gobernar con cierto éxito en un mundo como el actual, tan transparente e intercomunicado, con una visión de la vida y de la política tan obtusa y superficial. El gran estadista –como el sabio o el poeta– se caracteriza sobre todo por su capacidad para ponerse en las sandalias de los demás. La visión ególatra y solipsista nunca ha producido frutos fértiles a largo plazo. La caridad, la libertad y la tolerancia son energías expansivas; el odio, la represión y el fanatismo son fuerzas que aniquilan el espíritu ; estas fuerzas no pueden ser vencidas con el mismo veneno; solo es posible abatirlas con antídotos. No escapa a mi comprensión que al mal desatado y agresivo debe oponérsele en primera instancia una fuerza similar o superior para aplacarlo y vencerlo; pero, si esa fuerza no lleva en sus entrañas el potente germen de los valores que se contraponen a la fuerza que se combate, el inevitable resultado es la sustitución de un mal por otro o la profundización del mal original.
Un orden pacifico y justo. Hace unos meses, en la cumbre de su soberbia , el Gobierno norteamericano menospreció a la ONU y a la mayoría de sus miembros; hoy, asediado por problemas formidables, les implora ayuda. La presidencia de EE. UU., dominada hoy por los neoconservadores, sufre la “hubris”, esto es, el pecado de la arrogancia desmesurada que desemboca en insolencia y que despierta la ira de los dioses y, por supuesto, de los hombres. La “hubris” no es más que una de las peores formas de la injusticia. El poderoso requiere más que nadie de magnanimidad y sentido de la prudencia y de la justicia. Cuando únicamente es capaz de percibir sus necesidades, pierde la perspectiva. Y, cuando se pierde la visión, comienza el declive.
En 1991, Z. Brzezinski, asesor en Seguridad Nacional del presidente Carter, expresó: “Durante años he defendido que solo hay una superpotencia en el mundo. Creo que ahora ha quedado demostrado que esa tesis es cierta. Pero la idea de una pax americana es insuficiente… Ahora EE. UU. tendrá que comprometerse más activamente en la creación de un orden pacífico y justo”
El gobierno de Bush ha hecho cualquier cosa menos comprometerse en la creación de un orden pacífico y justo. Las políticas comerciales, jurídicas, ambientalistas y militares de la administración Bush únicamente han procurado satisfacer sus propios intereses y con ello ha logrado una proeza difícil de alcanzar: dilapidar en un corto tiempo, dentro y fuera de sus fronteras, su prestigio y credibilidad.
Dos ethos básicos. Ninguna de las predicciones posbélicas de peso hechas por el Gobierno estadounidense antes de iniciada la guerra contra Iraq se ha cumplido. Ilusamente creyó que con la fuerza del dinero y de las armas podían rehacer, en un santiamén, centurias de historia con su bagaje de ideas, creencias y prejuicios. Esto ha colocado al gobierno de Washington en un difícil entredicho y lo ha forzado a bajar el tono prepotente de su discurso . Afortunadamente se han vuelto a escuchar, con vigor y lucidez, muchas voces que condenan el rumbo del gobierno. Se ha desatado nuevamente la democracia estadounidense para bien de su pueblo y del mundo. Una vez más luchan en el seno de esa nación los dos ethos básicos que la componen y que han estado en conflicto desde el principio de su historia: uno que encarna la caridad, la libertad, la tolerancia, el respeto a la ley y la compasión y solidaridad con los más humildes; el otro, que desdeña la libertad y la igualdad, con un ego magnificado y una conciencia reducida, amante de las armas y de las soluciones militares.
Si el gobierno de los Estados Unidos no endereza el rumbo egocéntrico y altanero practicado en los últimos años , en vez de acabar con el terrorismo para implantar la pax americana , continuará alimentando una enorme reacción planetaria a su política nacional e internacional, e incubando el germen destructivo que, precisamente, intenta desterrar.