Aún recuerdo, como si fuera ayer, aquellas tardes limeñas, plomizas y lluviosas, en las que acudía a la feria de libros antiguos del damero de Pizarro. Era, por aquél entonces, uno de mis pasatiempos favoritos. Estirando con arte el presupuesto juvenil, lograba hacerme con alguna pequeña joya que venía a enriquecer mi exiguo caudal de bibliófilo.
Allí, un buen día, como un explorador afiebrado, divisé, apiñada en una torre inexpugnable de enciclopedias, un libro que me ha acompañado durante muchos años, sin decepcionarme jamás.
Se trata de un pequeño volumen de Las grandes herejías , de Hilaire Belloc, el gran apologista del catolicismo que tanto hizo por Inglaterra y los ingleses, allá en el novecientos, cuando un puñado de ideas y un ejército de héroes se impusieron a las décadas oscuras del totalitarismo más rancio.
El librito de Belloc, inmenso de espíritu, diseccionaba un número clausus de grandes desafíos históricos –el Islam radical, el marxismo, el arrianismo, el modernismo, etc.– a los que ha tenido que enfrentarse Occidente en su pugna por no hundirse en el mar de la oscuridad.
Soy un convencido de la importancia de las ideas en la vida de las sociedades. El ars aspergendi de la cosa pública converge, al fin y al cabo, en la palestra suprema de la política. En ella han de confrontarse una retahíla de conceptos, apotegmas y utopías.
Pertenecemos a una gens privilegiada porque hemos contemplado hasta qué punto nuestros mayores, en nombre de la libertad, se enfrentaron a las dictaduras más atroces, venciendo en la batalla de las ideologías.
Pues bien, hace poco, hurgando en las librerías de Madrid encontré un compendio de análisis imprescindible para intuir los rumbos confusos del nuevo orden mundial. Se trata de una obra profética, densamente profética. El título, de por sí, es provocador, iconoclasta: Contra Occidente . Su autor, Gustavo de Arístegui, un diputado y diplomático español, desmenuza en varios cientos de páginas cuidadosamente meditadas la portentosa alianza antioccidental que se cierne sobre nosotros.
Existe, como es obvio, una maraña de intereses que pretenden liquidar Occidente y borrar de la faz de la tierra todo lo que su nombre encarna. Son, como decía mi admirado Belloc, herejías peligrosas, recurrentes, que de cuando en cuando retornan con la espada en alto, prestas a decapitar el mármol de nuestras estatuas. De Arístegui no sólo lo denuncia, avanza un paso más. Defiende la existencia de un todo orgánico, perfectamente estructurado, dispuesto a emplear recursos materiales y espirituales con un solo fin: la aniquilación de una cultura milenaria. ¿Es, acaso, este diputado español, un agorero vehemente de una tormenta que jamás llegará a puerto?
Diagnóstico. En Contra Occidente , sobra la sangre fría, algo imprescindible para la aproximación analítica. Acostumbrados como estamos a unas ciencias sociales o a una mirada global profundamente distorsionada por el pensamiento de lo políticamente correcto, todo lo que evoque una conspiración mundial suele ser deleznado bajo el prurito de la exageración.
Por eso, cuando se estampan letras denunciando la existencia de una red organizada de indigenistas anacrónicos, islamistas radicales, populistas trasnochados, intelectuales antiglobalizadores y etno-terroristas europeos, el consenso progresista que domina en los medios académicos suele reaccionar con furia jacobina.
Si la amenaza es cierta y el diagnóstico superior, peor, mucho peor. La respuesta es un silencio de ultratumba, una especie de argamasa que pretende enterrar bajo toneladas de arena verdades del tamaño de la Esfinge.
Contra Occidente acierta en el diagnóstico, algo ya de por sí apreciable, y va más allá porque nos señala los peligros que se ciernen sobre nuestro modo de vida si sucumbimos a la levedad, a la molicie, al inmovilismo del animal perezoso. Ser profeta en el mundo hispano es algo sumamente complejo: complejo y loable. Nuestras sociedades, para abandonar el sopor en el que se encuentran inmersas, precisan de fogonazos de claridad, de libros y políticos que señalen con acierto los peligros y los desafíos, las soluciones, los senderos que hemos de recorrer para conservar intactas las libertades que hemos heredado.
Es un síntoma de decadencia –auténtico crepúsculo moral– contemplar como De Arístegui, Belloc y tantos otros intelectuales comprometidos con Occidente son acallados por la vocinglería mediocre de un establishment de pensamiento único, cuasi estalinista. Nadar contra corriente tiene un precio: el de la maldición de Casandra. Como ella, sacerdotisa de Apolo, los que conocen el porvenir de Latinoamérica y denuncian a los falsos profetas que pululan entre nosotros, están condenados a la indiferencia, al sarcas-mo, a la apatía de las elites, al desdén de los medios. Molestos arúspices, incomodísimos juglares, han de conformarse con la certeza de sus visiones, aunque ellas plasmen en el lienzo de la historia un futuro de catástrofes sin nombre, Troyas bajo fuego, polis derrumbadas. Nosotros, insensatos, epicúreos, les escupimos en la boca, hartos de que vengan a arruinarnos el festín.