
La legitimidad de la justicia penal en el Estado de derecho exige coherencia de actuaciones entre la Asamblea Legislativa, el Ministerio Público y el Poder Judicial. Esto no significa supremacía o injerencia de un órgano en los otros, sino aplicar a casos concretos la voluntad del pueblo expresada a través de la ley.
Tampoco se trata de burocratizar la justicia al punto de acusar y castigar personas sin valorar las particularidades de cada caso, pues estas podrían conducir a atenuar la pena o a una sentencia absolutoria; por ejemplo, provocación de la víctima, estado de emoción violenta o legítima defensa, entre otros.
El legislador brinda seguridad jurídica a la ciudadanía mediante leyes previas, escritas, públicas y estrictas. En esa trascendental función, decide cuáles conductas se catalogan como delito y con cuáles penas se sancionan, además de establecer el proceso que deben cumplir los operadores del sistema de justicia penal para recopilar pruebas verdaderas, válidas, pertinentes y útiles, que permitan demostrar “más allá de toda duda razonable” la culpabilidad de la persona acusada.
Una aspiración del Estado de derecho es reprimir solo a quien incurra en la conducta prevista legalmente como delito, con base en prueba lícita y con respeto a su derecho de defensa.
Por su parte, al sistema de justicia penal corresponde garantizar igualdad ante la ley.
En ese contexto, el Ministerio Público tiene a su cargo dos funciones de capital importancia: diseñar y ejecutar la política de persecución e interpretar unitaria y oficialmente la ley penal. La legitimación y el reconocimiento ciudadano dependen del trato equitativo sin importar nacionalidad, género o preferencias sexuales, condición económica, creencias religiosas o posición política. El tratamiento desigual a casos similares genera dudas y le resta legitimidad a la institución.
Históricamente, resultaron arbitrarias las decisiones del Ministerio Público que, ante hechos idénticos, pidió eximir de responsabilidad a su autora que era miembro de la Fiscalía General de la República (Corte Plena, sesión N.º 25, 11 de mayo, 2020, Art. XIII); en contraste, persiguió hasta lograr la condena de un ciudadano ajeno al Poder Judicial (15-000083-0621-PE). La inequidad siempre se traduce en descrédito institucional.
Por ello, la política de persecución y la unidad de interpretación y de actuaciones del Ministerio Público deben cuidarse y observarse con celo.
La otra parte del sistema penal, acaso de mayor relevancia, es el Poder Judicial en sentido estricto: los jueces y los tribunales. En torno a ellos se ha construido el mito de la no vinculatoriedad de los precedentes y de la jurisprudencia, lo que ha llevado a fomentar la desigualdad ante la ley al punto de decir –en tono jocoso– que cada circunscripción judicial tiene sus propios códigos. Esto lesiona la igualdad ante la ley y la legitimidad del Poder Judicial.
Contra la ficción de la no vinculatoriedad de la jurisprudencia debe imponerse la normativa constitucional. Una de las principales funciones de jueces y tribunales es brindar igualdad ante la ley y la obligatoriedad de los precedentes judiciales deriva del artículo 33 de la Constitución Política: "Toda persona es igual ante la ley y no podrá practicarse discriminación alguna contraria a la dignidad humana". Es por esto que, el precedente o la jurisprudencia, sin importar el desacuerdo que con estos tenga el juzgador, no pueden dejar de aplicarse a causas análogas, porque, de no hacerlo, los jueces violarían el artículo 33 que juraron cumplir.
Aplicar la jurisprudencia a casos semejantes se traduce en la predecibilidad de los fallos, lo que termina de consolidar la coherencia del sistema de justicia y la fortaleza institucional.
Otro asunto es que los jueces y los tribunales no pueden dejar de aplicar la ley, a menos que sea declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia a través de la Sala Constitucional. Sin embargo, sí pueden dejar de aplicar la jurisprudencia cuando tengan argumentos solventes para afirmar que esta es contraria a fuentes de derecho superiores, como la Constitución, los precedentes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los precedentes de la Sala Constitucional, los tratados internacionales ratificados por Costa Rica y las leyes. Esto requiere fundamentación clara y completa del fallo que abandona los criterios judiciales previos. Si no es en estos casos, los precedentes y la jurisprudencia son obligatorios en aras del principio de igualdad ante la ley que deben imponer los jueces.
El desconocimiento del carácter vinculante de la jurisprudencia viene redundando en la falta de predecibilidad de los fallos y en desconfianza hacia el sistema de justicia penal. Fiscales y jueces tienen en sus manos la misión de recuperar y normalizar la credibilidad institucional.
Exorcicemos la criatura: la jurisprudencia sí es vinculante para jueces y tribunales, a menos que se hubiera dictado contra lo establecido en fuentes de derecho superiores.
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Francisco J. Dall’Anese es abogado y ex fiscal general de la República.