Otro "imposible" que resultó posible: Slobodan Milosevic, genocida que fraguó el delirio ultranacionalista de una "Gran Serbia", está hoy en la cárcel de Scheveningen, donde aguarda para rendir cuentas ante el Tribunal Penal Internacional para los crímenes de guerra en la antigua Yugoslavia.
Es un buen augurio para un siglo novísimo que sucedió al más sangriento y conflictivo de la historia, y cuyo epílogo de barbarie y sangre tuvo como escenario los Balcanes, donde aquel preso alentó una campaña de exterminio bajo la consigna de una limpieza étnica como medio para llevar a cabo el plan expansionista de los serbios, a costa de los otros pueblos.
La captura y extradición de Milosevic es un triunfo histórico pues afianza los esfuerzos de la comunidad internacional por universalizar el castigo para todos aquellos que, en el ejercicio del poder, incurran en la comisión de delitos de lesa humanidad.
Envía una señal inequívoca para todos los dirigentes y regímenes que invocan supuestas particularidades y culturales para sustraerse al cumplimiento de los derechos humanos, al tiempo que pretenden hacer creer que estos son materia de jurisdicción nacional.
La decisión en Belgrado, con todo, no hay que verla necesariamente como consecuencia de una actitud nueva por parte de los serbios. Frente a la oposición del presidente yugoslavo Kostunica, contrario a entregar a Milosevic a La Haya, se impuso el primer ministro serbio Djindjic, quien apostó al pragmatismo de que nada ganaba su país con proteger al exdictador y -en cambio- podía obtener la ansiada asistencia financiera para reactivar la economía. De paso, quizás lavarse un poco la cara.
Por demás, el caso que nos atañe desmiente a quienes, en defensa de Pinochet, alegaban que la justicia internacional solo veía para la derecha.