Siglo 21, cambalache. ¿Qué tal? Las frescas y todavía despabilantes noticias del genoma humano parecen confirmarlo. Observen, si no, la Biblia junto al calefón: cómo, a la par de la novedad científica, asoma el Tío Rico, ávido de hacer "negocios" (palabra que repite la prensa feliz e indocumentada) y cómo los adivinos del futuro predicen cambios a plazo fijo en los sistemas de seguro, la carrera laboral, el régimen de pensiones y la longevidad.
A esto último, a la posible multiplicación de nuestra vida por cuatro, quiero referirme ya.
La vida, según la concebimos hoy, tiene una expectativa más o menos octogenaria; y dentro de ella, cabe un número equis de acontecimientos físicos, psicológicos y espirituales que determinan la biografía de este bípedo implume que somos. ¿Sí o sí?
La idea, la sola idea de que llegaremos a 200 años impone repreguntar, pues, bajo la premisa de una nueva relación con el tiempo, todo lo demás: ¿cada sujeto vivirá tres o cinco vidas?, ¿qué será de la calidad de los recuerdos?, ¿tendremos varias familias a lo largo de nuestra aventura cronológica?, ¿y qué me dicen de la vigencia de amores y amistades?, ¿y qué de la añoranza?
Un experimento. Simone de Beauvoir, en Todos los hombres son mortales , libro estilo Verne, hizo un experimento: imaginó a un inmortal entre nos. Este quídam ve correr los días, lustros y épocas, las bellezas creadas y perdidas, las vivencias cálidas que se enfrían, los exaltados romances que viran a la palidez del olvido; ve demasiado, advierte que hoy y mañana son similares y que el porvenir y el pasado no se distinguen.
También él es parte de un cambalache. Lo viejo se mezcla al presente, todo lo que fue será. Quien vive siglos, y experiencias y relaciones al mayoreo, termina sintiendo... ¡nada! Vive mucho, anestesiado.
¿No se trata la ficción de Beauvoir de una miniatura de lo que podría ser, a la luz del genoma, nuestra humanidad entera? ¿Un rebaño de miles de millones, incapaz de sentir, vacante de pasión?
¿Una tabla rasa de tipos tediosos, adictos a la danza tahitiana, el ensueño dirigido, los biorritmos, la musicoterapia, la cocina étnica, la pedicuría holística, las flores de Bach, el psicodrama, la radiestesia, la eutonía y el cine light ?
Devaluación del instante. Vuelvo a los 80 años, esperanza de vida actual. El existente (como decía un filósofo) actúa bajo la presión de sus límites de tiempo y, debido a ello, resulta bueno el consejo de aprovechar el minuto que pasa. De ahí que valoricemos el instante, este ahora y aquí tan precioso e irrepetible (precioso e irrepetible porque, justamente, pasa) y hagamos cosas inéditas para retenerlo, demorarlo con cualquier excusa.
Es que, de frente a relojes y almanaques, es lógico que uno se convierta en cazador del momento. ¡ Carpe diem ! Amamos la intensidad, la "intensión" de la vida; y así queremos arribar a la felicidad, conscientes de que los mejores albedríos dependen de una cierta duración, de opciones limitadas a una cifra de dos dígitos. En suma, de una vida breve, hecha de fugacidades y de la enorme poesía de aquello que no regresa.
Lo contrario a la "intensión" es la extensión, el producto que recomiendan algunos voceros públicos y privados del genoma: durar dos siglos, claman los susodichos, actitud que implica (ni más ni menos) la devaluación del instante.
Por eso, me gustaría decirle a quien aprecia el mapa genético desde un punto de vista de la pura cantidad, que promover la longitud de la vida a costa de su propia "intensión" amigos, ¡este sí, no lo dude! es un pésimo negocio.