En uno de los cuentos del argentino Jorge Luis Borges, el protagonista descubre entre los efectos de un conocido recién muerto un tomo de una enciclopedia perdida. Su deleite ante el hallazgo es tal que escribe: "En una de las noches del Islam que se llama la Noche de las Noches, se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros. Si esas puertas se abrieran no sentiría lo que aquella tarde sentí". Borges, literato y bibliotecario, compartía con el personaje de su relato una fascinación por la intriga bibliográfica, por la investigación detectivesca dedicada no a esclarecer un crimen, sino a descubrir un texto perdido o desenmascarar a un autor oscuro. La controversia sobre la paternidad del poema Instantes , falsamente achacada a Borges, tiene mucho de ridículo, pero esa fascinación suya por el misterio bibliotecológico me hace sospechar que le hubiera deparado un secreto placer.
Seguramente muchos lectores conocen el poema en cuestión. Es mucho más célebre que cualquiera de las cosas que Borges realmente escribió. El verdadero Borges es sofisticado, denso, el producto de una vida vivida dentro de bibliotecas. Instantes es, en cambio, un poema sencillísimo, apropiado para la puerta de una refrigeradora o para el anuncio televisivo de un hotel de playa. Comienza así: "Si pudiera vivir nuevamente mi vida/en la próxima trataría de cometer más errores/No intentaría ser tan perfecto/Me relajaría más". Escribe el autor que desearía, entre otras cosas, haber remontado más ríos, contemplado más atardeceres y comido más helados y menos habas. Insiste que la vida está hecha de instantes y concluye con el lamento de un autor ya anciano que se sabe cercano a la muerte.
Cuando leí por primera vez el poema sentí un desagrado instintivo por semejante oda a la gratificación inmediata, tan sensiblera, tan pueril, tan ajena a la noción de la responsabilidad personal, tan diferente del Borges de todas sus otras obras, tan contraria a la sabiduría del filósofo Sidgwick, quien dijera que la paradoja del hedonismo es que una de las maneras menos eficaces de lograr el placer es buscarlo deliberadamente. Pero en ese entonces idolatraba a Borges y me negaba a creer que algo escrito por él pudiera ser malo. Respiré con alivio la tarde que leí, en un prólogo de María Kodama, su viuda, que semejante monstruosidad no era realmente una expresión de arrepentimiento de un Borges moribundo por una vida vivida entre libros, sino el producto, errónea o maliciosamente atribuido a Borges, de una poetisa norteamericana llamada Nadine Stair.
La historia no termina ahí. El poema no es de Borges, pero tampoco de Stair. La búsqueda de su autor es una crónica bizantina de detectivismo bibliográfico de las que apasionaban a Borges. Benjamin Rossen, profesor holandés de secundaria e inventor de un teclado ergonómico, se ha dado a la tarea de investigar el origen del poema. Ha descubierto que circulan varias versiones tanto en inglés como en español. El poema ha aparecido anónimamente y también ha sido atribuido, entre otros, a un religioso franciscano de los Apalaches. Bajo el nombre de la señora Stair es citado como epígrafe en un libro sobre meditación trascendental escrito por el Dr. Richard Alpert, un antiguo instructor de Harvard, quien abandonó la academia en los años sesentas para entregarse a las sustancias psicotrópicas, a la promiscuidad homosexual y a la teosofía oriental (y quien escribe bajo un seudónimo que en sánscrito significa "sirviente de Dios", pero que en inglés se lee como una referencia obscena). Por su parte la Sra. Stair no da trazas de haber existido y si lo hizo no dejó más obras publicadas ni evidencia alguna de su recatada vida y desinhibida muerte. Pero el señor Rossen cree haber desenterrado la fuente original del curioso poema. La obra que muchos atribuyen al literato más original y erudito de nuestro siglo apareció por primera vez, en prosa pero con redacción casi idéntica, en el número de octubre de 1953 de la revista Selecciones, producto de la pluma del caricaturista estadounidense Don Herold. Un lamento de Herold que no aparece en la versión seudoborgeana es el de no haberle disparado a la maestra más de esos pedacitos de papel humedecidos con saliva que los escolares costarricenses llaman "cachirulos". Me consuela saber que Borges también apreciaba la ironía.