
Como el hijo pródigo que regresa en busca de sentido y calor, la sociedad contemporánea –fragmentada y herida– necesita volver a la familia. No es nostalgia, sino apuesta por el futuro: hay que volver al hogar donde aprendemos a convivir, descubrir quiénes somos y tejer los vínculos que sostienen la vida personal y social.
La familia, célula primera, natural y fundamental de la sociedad, es la institución más antigua de la humanidad. No es invención jurídica ni ideológica: es la primera comunidad en la que nacemos, crecemos y nos formamos. Es escuela de humanidad donde se aprenden valores esenciales para la vida social como el orden, respeto, la paz, la justicia solidaridad y la responsabilidad. Ejemplos cotidianos –madres que enseñan a compartir, padres que inculcan responsabilidad, abuelos que transmiten gratitud– muestran cómo la familia educa en lo esencial.
Como señala Gerardo Castillo (Universidad de Navarra), de los tres ámbitos donde se educa –familia, escuela y calle– la familia es el primero en el tiempo y en importancia. Allí se configuran hábitos, actitudes y motivaciones profundas que sostienen el tejido social. No en vano, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención sobre los Derechos del Niño y la Constitución Política de Costa Rica la reconocen como elemento natural y fundamental de la sociedad.
Una sociedad con familias fuertes es más justa, libre y solidaria. La estabilidad familiar se asocia a menor criminalidad, mejor rendimiento académico, mayor estabilidad emocional y cohesión social. Su debilitamiento, en cambio, favorece violencia, abandono escolar, deterioro de la salud mental y mayor gasto público. Invertir en la familia es una de las políticas públicas más eficaces.
Por esto, no se comprende por qué desde diferentes sectores se busca debilitarla o reemplazarla, bajo discursos de progreso o libertad. Sin negar la diversidad familiar, cuesta entender por qué su defensa implica atacar el modelo de comunidad estable, comprometida y abierta a la vida. La exaltación de la autonomía, el rechazo al matrimonio, el divorcio creciente, el miedo a comprometerse y la influencia de modelos consumistas y relativistas han vaciado culturalmente el concepto de familia, sustituyéndola por estructuras impersonales. Incluso surgen expresiones como “perrihijos” o “perrinietos” que revelan sustituciones simbólicas.
Frente a esta deriva, urge una cultura del cuidado familiar, con políticas de acompañamiento, formación y conciliación. La familia es también fuerza económica y social: genera capital humano y social, fomenta la solidaridad intergeneracional, cuida de mayores y enfermos, transmite oficios y saberes. Lejos de ser carga, es riqueza insustituible. Como se suele decir, la familia “es la institución más eficiente y menos costosa del Estado… si se le deja actuar”.
Volver a la familia no es anclarse en el pasado, sino mirar con esperanza el porvenir. En un mundo saturado de estímulos pero sediento de sentido, la familia es lugar de ser, convivir y amar.
En suma, tal y como ocurre con el hijo pródigo, la sociedad necesita volver a su raíz. El reto no es inventar nuevas formas de familia, sino cuidar y fortalecer lo que ha hecho posible la civilización, es decir a la familia entendida como una comunidad de amor estable, abierta a la vida y orientada al bien común. Volver a la familia es volver al origen y desde ahí construir un futuro verdaderamente humano y altamente beneficioso para la sociedad.
Alex Solís Fallas es abogado constitucionalista y fue contralor general de la República.