
“Es sucio. Hay palomas y patios oscuros”. Así, con ese indiferente laconismo, responde el señor Meursault al ser consultado sobre cómo es París. Meursault es el protagonista de El extranjero, acaso la novela de Albert Camus que mejor nos echa en cara la honda amargura del absurdo. Pero, quizás, no es necesario estar acreditado como un auténtico existencialista para opinar de forma semejante. Existe, de hecho, un fenómeno denominado el síndrome de París, el cual, básicamente, consiste en la aparición de emociones intensas y desagradables asociadas con el avistamiento de esta ciudad por primera vez y la desilusión que se deriva de ello. París bien vale una misa, dice una frase apócrifa atribuida a Enrique IV. Para muchos, sin embargo, no vale ni siquiera un jetlag.
Es probable que suceda algo semejante con los famosos. No en vano, otra frase desaconseja conocer a nuestros ídolos, ya que, por lo general, nos decepcionan. Miles de costarricenses podrían confirmarlo luego de que, hace poco menos de quince años, peregrinaron hasta el Estadio Nacional.
Iban a ver a Messi.
Iban a verlo, si no a jugar, al menos levantar las manos y saludar a las tribunas.
Pero no sucedió.
No lo vieron.
Si acaso en las pantallas pillaron la imagen de un tipo ausente que mascaba chicle.
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En un cuento de doña Vilma Loría se narra un episodio que podría sugerir lo contrario. Tiene que ver con la breve visita que hiciera Clark Gable a nuestro país allá por los años cuarenta.
Una cosa mínima.
Una fugaz escala en el viejo aeropuerto de La Sabana.
Clark Gable se dirigía a Panamá y bajó del plateado avión de hélices para estirar las piernas. En el salón del aeropuerto, una orquesta tocaba y varios jóvenes bailaban. Gable, de repente, entró, se dirigió a una linda muchacha que estaba con su novio y la sacó a bailar. Sonaba Begin the Beguine y, al finalizar la pieza, el actor se despidió galantemente con un "Thank you, honey!“.
Un taxista de mi barrio a quien apodaban Chuspín, según cuentan, tuvo la suerte de llevar a Libertad Lamarque desde su hotel hasta uno de los principales teatros de San José. Cuentan que ella iba apresurada, que se montó en el taxi sin saludar, que habló poco durante el breve trayecto y que se bajó del auto y olvidó su cartera. Cuentan que Chuspín vio la cartera y regresó al teatro para devolverla. Y cuentan que, ante tal gesto de virtuosismo y honradez, la artista le hizo pasar a su camerino, le agradeció con un beso en la mejilla y lo invitó al concierto.
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Mi mamá siempre se queja de que ya no es posible ir a ver aviones con absoluta comodidad. Antes, me contaba, uno iba al restaurante del Juan Santamaría y podía pasarse las horas contemplando cómo esos colosales armazones de lata conjuraban el mito de Ícaro. Pero, según ella, desde tiempos de Carazo, eso cambió. “Y todo fue para que la gente no pudiera ver las armas que mandaban a Nicaragua”, me dice con abierto tono conspiratorio
En enero de 1928, Charles Lindbergh, primer aviador en cruzar el Atlántico, llegó a La Sabana en su avión Espíritu de San Luis. Allí lo esperaban cerca de treinta mil personas y el propio don Ricardo Jiménez, presidente de la República. Sucede que un avión, a diferencia de París y de Messi, nunca decepciona. Un avión, como dijo Saint-Exupéry, no es un fin, es una herramienta, es un arado de la imaginación. Por eso, desde La Sabana hasta el Juan Santamaría, pasando por el aeropuerto de Lindora, la gente ha comparecido siempre ante el hechizo del vuelo. Quizás porque el asombro se reduce felizmente a la posibilidad de creer que en todo avión viaja un Charles Lindbergh o un Clark Gable.
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Fabián Coto Chaves es escritor.