Hace unos días, oí que alguien llamó (“tocó”) a la puerta de mi casa. Sentí una extrañísima sensación, que por mucho tiempo no había experimentado, porque hoy la gente llama por teléfono o envía correos electrónicos, pero no toca inesperadamente a la puerta de una casa. En realidad, en mi vecindario (un condominio) solo una vez al mes una vecina toca a la puerta y nos entrega una imagen de la Virgen María, para que acompañe por unos días nuestra oración. Imagen que, después, mi esposa lleva, religiosamente, para el mismo propósito, a otra vecina.
Pero el llamado me hizo recordar mi infancia, donde el “upe” o, mejor dicho, varios “upes” sonaban cada día en mi casa. Desde el vendedor de escobas, hasta la de huevos y natilla caseros o las vecinas que tocaban para saludar a mi mamá o a alguna de mis hermanas. Tampoco faltaban los vendedores de biblias, los hojalateros (mi fascinación) que, por una peseta (veinticinco centavos) o seis reales (setenta y cinco), dependiendo del tamaño, tapaban los huecos de ollas, palanganas, picheles y bacinillas. Era todo un ritual (lijada de la superficie; aplicación de un ácido; encendido del carbón; calentamiento del cautín y aplicación de la soldadura) que ninguno de mis hermanos y hermanas podíamos perdernos.
Ese deleite quizá solo era superado por el contemplar las pesadas y lentas aplanadoras trabajando en la fijación del asfalto en una calle. También abundaban los buhoneros “polacos” –judíos provenientes de Polonia, quizá huyendo la persecución nazi, que entre otros vendían ropa a módicos pagos semanales– abuelos de algunos miembros actuales de los supremos poderes, de industriales y banqueros.
Resonaban, por las mañanas, los larguísimos silbidos de los lecheros, quienes desde sus caballos llamaban a las amas de casa para entregarles la ración diaria de tan apetecido líquido. (Con el tiempo tomé conciencia de que, según la observación de un compañero de colegio muy avanzado en esta materia, más largo que el silbido de lechero era una orinada en un tren en movimiento, la cual caía directamente sobre la línea. ¡Dependiendo del líquido que previamente se hubiera ingerido, no era raro que, camino a, o de regreso de, Puntarenas, rondara el kilómetro!).
Cara a cara. Eran años en los cuales, quizá por fortuna –sin interferencia de teléfonos y televisores (de los que prácticamente todos los hogares carecían), y menos aún de PC e Internet– el contacto con el prójimo era cara a cara, no virtual.
En la pulpería, la verdulería, la panadería y la carnicería se hacían compras diariamente, porque tampoco se contaba con refrigerador en las casas. Esos lugares, más las boticas y los cines, eran sitios de encuentro con los vecinos.
Como tampoco había robos, las casas no tenían rejas y sus puertas permanecían abiertas durante el día, no solo para permitir la entrada de aire reconfortante, sino para que los vecinos al pasar saludaran en voz alta: “¡adiós, doña Carmen!”, decían a mi madre. “¡Adiós, doña Mérida!”, respondía, desde el cuarto de pilas, mi mamá.
Con las gallinas, que en sus patios todas las familias criaban, el principal cuidado por tener era el no dejar espacios muy grandes en las partes más bajas de las cercas, porque podría estimularse la conducta indeseada de que cacarearan adentro y pusieran afuera (dicho que, entonces, se utilizaba para calificar la conducta infiel a la pareja).
La diversión de los muchachos era simple. Jugar chumicos en su época, bailar trompos, elevar papalotes, ir al río más cercano (en mi caso, el superrío Virilla, en Moravia, con más de cinco anchas, frescas, profundas, limpias y bellas pozas), sentarse en un poyo alrededor de la plaza o en el altozano (que en nuestro país significa el atrio del templo) a ver qué y quiénes pasaban, o tomarse un fresco de sirope. Las niñas jugaban oba, quedó, yackses y mirón-mirón.
Ir misa los domingos; a entierros cuando moría algún conocido, cualidad que todos los del pueblo reunían. “Recuerde” –decían los mayores– “¡que el número de entierros a que usted asista, es igual al número de personas que lo acompañará al suyo!”. De modo que, de acuerdo a mi contabilidad interna y a esta precisa regla –aún sin ajustar por la inflación poblacional– a mi sepelio deberían ir unas quinientas personas.
Extraño el “upe” y los “upes” diarios. Cada uno representaba una linda sorpresa, no una pérdida de tiempo. Muchos eran de visitantes peregrinos, a los que había que atender con un fresco de frutas naturales o, si estaba cerca la hora del almuerzo o comida, con algún “gallito”. El gallito aparejaba un ejercicio en que la ración fija de comida, destinada para los “n” miembros de la familia, debía dedicarse a satisfacer a “n+x”, donde x era el número de visitantes. No se trataba, ni por asomo, de ninguna multiplicación de panes y peces, sino de división entre todos los comensales de una cantidad fija de comedera.
Cuando el factor de división resultaba ser muy elevado, mi mamá – muy cortés, en voz baja pero firmemente– nos decía: “hoy no pidan postre, porque el que hice no alcanzaría para las visitas”. Se trataba de una orden, por lo demás agradable, porque la comida se compartía con visitas de lejanos sitios.
“Upe”. ¡Cuánto extraño los “upes” de illo tempore!
Tal vez sea muestra de que me estoy poniendo viejo y que, para no dar el brazo a torcer, apelo a lo sentenciado por el poeta, en el sentido de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.