Primero fue un documento y un nombre acuñado por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt: “Declaración de las Naciones Unidas”. En ella, 26 países se comprometieron, el 1.° de enero de 1942, a continuar luchando contra los poderes del Eje.
Cuando la victoria se acercaba, tocó el diseño. Entre agosto y octubre de 1944, China, Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética acordaron un conjunto de propuestas para lo que pronto vendría.
En abril de 1945 se inauguró la Conferencia de San Francisco, y el 26 de junio de 1945, con el eco de la Segunda Guerra Mundial aún golpeando la conciencia, los 50 países asistentes –entre ellos Costa Rica– suscribieron la Carta de las Naciones Unidas. Casi de inmediato, Polonia se sumaría como fundador.
Cumplidas las ratificaciones necesarias, el documento entró en vigor el 24 de octubre. Al día siguiente, la ONU comenzó a trabajar en Nueva York.
Hoy lo sigue haciendo, para bien de la humanidad. Existen múltiples razones para celebrar sus 70 años.
Debe y haber. En el balance se acumulan misiones incumplidas, esperanzas frustradas y descuidos injustificados; imposiciones, fracasos, parálisis y hasta vergüenzas; también, una compleja burocracia que, como todas, a menudo pone su existencia por encima de su misión.
No le han sido ajenas las crisis de legitimidad. Pensemos en la inacción del Consejo de Seguridad ante las masacres en Camboya (1975-1979), Ruanda (1994), Srebrenica (1995) y Siria (desde 2011).
Pese a todo lo anterior, la ONU ha generado aportes que superan con creces sus traspiés, caídas o desvíos.
Como toda creación política y jurídica, su nacimiento respondió a una especificidad histórica que aún marca su naturaleza y estructura. De esta coyuntura proviene, por ejemplo, el poder de veto de China, Estados Unidos, Francia, Rusia y el Reino Unido en el Consejo.
Pero sus creadores lograron trascender las circunstancias. Demostraron una ejemplar capacidad para consolidar la paz tras la horrible guerra, recomponer el sistema internacional, dotarlo de razonables dosis de estabilidad y abordar retos inéditos. Y su Carta, acta fundacional y referente máximo, ha superado con creces la prueba del tiempo.
El “nuevo orden” surgido junto al documento y la organización portaba las semillas de otros conflictos –especialmente la Guerra Fría–, pero las Naciones Unidas fue clave para conjurar sus peores riesgos; entre ellos, un holocausto nuclear.
También pudo guiar el que quizá sea el más rápido y determinante –aunque también errático– proceso de emancipación en la historia de la humanidad: la descolonización y el nacimiento de decenas de nuevos Estados en África, Asia-Pacífico y el Caribe. A esta dinámica, acompañada décadas después por la liberación de Europa central y oriental y el colapso de la Unión Soviética, se debe que hoy la ONU tenga 193 miembros.
Valores y retos. Durante el tiempo transcurrido desde la ratificación de la Carta, la organización ha sido capaz de evitar o contener varias carnicerías humanas y conflictos que podrían desatarlas. Ha reducido la anarquía intrínseca del sistema internacional; ha identificado y tutelado bienes globales de importancia crítica; ha impulsado los derechos humanos, el Estado de derecho, el desarrollo sostenible y la gestión ambiental responsable. Ha convertido la paz en una búsqueda constante y, a veces, exitosa.
La ONU funge como aliada vital de grupos humanos con particulares desafíos o vulnerabilidades: niñas y niños, jóvenes, mujeres, adultos mayores, pueblos indígenas, personas con discapacidad y trabajadores migrantes.
Con eficacia y discreción impulsa y ordena las intrincadas redes internacionales de la aviación civil, las telecomunicaciones, los servicios postales, la meteorología, la propiedad intelectual, las estadísticas o la atención de desastres.
Dista de ser un gobierno mundial, pero sin ella la gobernanza universal sufriría insuperables obstáculos. Para países pequeños y débiles como el nuestro, es un aporte capital.
Está obligada a evitar y manejar crisis. De esto se ocupa, en sus numerosas fases críticas, el Consejo de Seguridad. Es la tarea que más recursos consume y más frustraciones produce. No puede eludirse, pero es urgente mejorarla, con alertas tempranas, prevención y mediación. Sin embargo, en el camino se interponen, como en ningún otro ámbito de la organización, los intereses geopolíticos en pugna.
Pero más allá de las urgencias inevitables, confronta otras tareas trascendentales para el futuro. Una es extender y reforzar un sistema basado en reglas dentro de un entorno plagado de profundos y acelerados cambios.
Para lograrlo debe ser más permeable, creativa y proactiva: en el diseño y aplicación de estándares y normas universales; en el impulso a la dignidad humana; en la promoción del desarme o, al menos, la reducción en los gastos militares.
Debe hacer más vigorosa su capacidad para gestionar los más relevantes bienes públicos globales. Entre ellos están el espacio ultraterrestre, el clima, la biodiversidad, la salud, los océanos, el comercio libre, los flujos financieros y las infraestructuras abiertas de información y comunicación; también, la lucha contra el terrorismo, la delincuencia organizada, la piratería y el tráfico humano.
Este mundo. En un mundo que evoluciona hacia la multipolaridad, con una expansiva plétora de entidades subregionales y regionales; difusas y especializadas; formales e informales; abiertas y cerradas; de la sociedad civil o los negocios, la ONU no tiene un monopolio de la gobernanza universal. En cambio, sí puede consolidar su indispensable papel en ella, como el gran eje que organice y cohesione un entramado de interacciones universales cada vez más heterogéneo y complejo. Es la organización como pivote.
A la vez, debe identificar con absoluta claridad sus propósitos centrales e intransferibles, para impulsarlos con eficiencia y vigor. Estos se remiten, en esencia, a los tres pilares de la Carta: paz y seguridad, desarrollo y derechos humanos.
En todos ellos se han producido avances recientes, como la nueva Agenda de Desarrollo 2030, el Tratado sobre Comercio de Armas y el impulso a conceptos tan trascendentales como la seguridad humana y la responsabilidad de proteger, que han puesto a las personas en el centro de las grandes políticas universales.
El balance de 70 años es mayoritariamente positivo y a menudo visionario. Pero los retos son enormes, muchos inéditos y otros ni siquiera predecibles.
Frente a ellos, y a las oportunidades que también existen, la trascendencia y vigor futuro de la ONU dependerán, en buena medida, de su reforma organizacional y liderazgos internos, para hacerla más ágil, dinámica, eficaz y transparente. Sus dos recientes secretarios generales, Kofi Annan y Ban Ki Moon, lo han demostrado, generalmente para bien.
Sin embargo, todavía más importante será la voluntad de los Estados miembros, quienes, en última instancia, determinarán el rumbo de la organización.
A los grandes y poderosos corresponde la mayor responsabilidad; a los pequeños y débiles, la mayor necesidad; a ambos, el deber de generar iniciativas para que se robustezca como una organización indispensable. A estas alturas de la historia necesitamos una ONU sin pausa.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).