
Cuando empecé a trabajar como asistente técnico de atención primaria en el libais de Grano de Oro, todavía nuevito, no me imaginaba las muchas historias que nos esperaban. Hoy, más de veinte años después, le vengo a hablar de una que en particular me marcó –y nos marcó, creo, a muchos: los que fuimos protagonistas; ella, quien más la sufrió; su hijo, ahora un chamacón, e incluso ustedes, que la han seguido con atención a la distancia–.
Me cuentan que el dóctor siempre ha sido un personaje único, carismático. De esos que rapidito dejan huella. Resulta que nos llegó por recomendación del anterior médico general. Decía en un principio que quería irse con Médicos sin Fronteras, pero luego de que nos visitó durante su rotación de Medicina Comunitaria, supo que no tendría que ir tan lejos para poder aportar en donde existiera necesidad.
Tendría poco tiempo de estar aquí cuando un día, estando llenititicos de pacientes, entró un señor cabécar que reconocí al instante porque lo había visto durante una de las campañas de vacunación. El hombre, extenuado, sudoroso, a nada de desfallecer, en medio de las respiraciones forzadas, pedía a gritos hablar con el médico.
–¡A mi hermana la mordió una terciopelo, ahora como a las seis de la mañana! –dijo entre balbuceos. Ella estaba recogiendo frijol guaria, una de las pocas formas de generar dinero en aquellos lugares, de esos sin químicos, riquísimos, cuando la bicha la pescó en la pierna derecha.
Ahí mismo, las primeras preguntas para montar un plan de acción: ¿cuánto tiempo había pasado?, ¿en cuál asentamiento se encontraba?, ¿cómo hacíamos con la consulta de ese día?, ¿cuánto duraríamos nosotros en trepar? El mensajero había tardado cuatro horas en llegar, lo que, en términos de nosotros, los poco entrenados en los quehaceres de la selva equivale, así por lo bajo, al doble del tiempo.
–Hay mae, usted no sabe dónde es eso, y hoy va a llover. Si salimos a medio día, tal vez pasamos el río –sentenció don German, el baquiano que acompañaba al doc en todas las giras; era su mentor, su mano derecha. Aun así, decidimos echar pa´lante, cargamos 15 frascos de suero antiofídico –lo usual para un envenenamiento severo por Bothrops asper o Fer-de-Lance, como le dicen a la responsable de la mayoría y más graves de los accidentes ofídicos en Costa Rica– y un pollo entero con tortillas comprado en el bar del pueblo. Y listo, nos pusimos en marcha el guía más los cuatro miembros del equipo sanitario con dirección a cerro Tigre, allá por donde años antes se había estrellado una avioneta que él mismo había ayudado a encontrar.
Al menos ya para ese entonces habíamos aprendido a cruzar ríos con una técnica bastante depurada: don German tiraba al otro lado una línea de rescate como si fuera una honda, la anclaba, y de ella nos sujetábamos para que la corriente no nos llevara; él mismo también nos había enseñado a ponerles el aparejo a los caballos para montar la comida, la ropa y los medicamentos.
Entrando al monte no más empezó a llover y los ríos los pasamos tallados, mae, con el agua al pecho. La operación en uno de ellos fue complicada porque llovió como usted no tiene idea. Habíamos salido a eso de mediodía, y fuimos llegando cerca de las siete de la noche, despedazados, justo acorde con nuestro buen cálculo matemático.
A ella la encontramos en un palenque de piso de tierra, con un fogón en el centro. El chamán para ese entonces cocinaba y le dibujaba su vida en un tronco de balso, graficando cómo se salvaba, como pretendiendo que así existiría un final feliz. Con tacto –y con el hermano de la víctima como traductor–, el dóctor recibió su permiso para intervenir; aunque poco se entendieron, estoy seguro de que la bondad es un idioma universal.
El edema ya le llegaba hasta la cintura, y escupía sangre. Su estado era lamentable, crítico. Aprovechamos la aplicación del antiveneno para descansar un rato. Al poco tiempo, sin embargo, se hizo evidente de que los 15 frascos que usualmente bastan, en esta ocasión no serían suficiente; además, se necesitaba de otras intervenciones médicas que ahí no podíamos brindar. A esas horas, en uno de esos actos de valentía absoluta que pasarán a la historia, el baquiano se ofreció para bajar e ir por más antídoto.
–¿Cómo la ves? –dijo el técnico de farmacia.
–Si no la sacamos en helicóptero, se nos muere –contestó el doc, apesadumbrado, como queriendo volar lejos de la desesperación. Decidimos subir entonces a la parte más alta de la montaña, esperanzados en encontrar un hilito de señal celular.
–Doctor, con las condiciones climáticas actuales no es posible hacer traslado aéreo –nos sentenciaron desde San José.
El punto de quiebre para tomar otras decisiones, sin embargo, vendría cuando la hija mayor de la víctima, de unos nueve años, se acercó y dijo:
–Señor, señor, es que mi hermanito tiene hambre. ¿Mi mamá puede alimentarlo? –entiéndase, ¿puede amamantar al bebé de seis meses, que hasta ese momento había pasado inadvertido? –.
–Ese fue el momento en que decidí sacarla, costara lo que costara –diría el dóctor muchos años después.
Armamos una cuadrilla de trabajo con cuatro locales más, improvisamos un camastro hecho con unas hamacas de cáscara de banano a partir de sus hilachas, y atamos sus extremidades a dos troncos largos y fuertes. Iríamos cuatro de nosotros cargándolo, alternando con los otros cuatro cada quinientos metros, y al medio, arrepollados, estarían ella y su bebé cangureado. Apenas hubo luz, echamos a andar; nos esperaba un largo camino.
Tuvimos la suerte de que, en uno de los ríos, ya don German estaba de vuelta, con más sueros y con más brazos frescos para intercambiarnos. Aun así, fue durísimo: la lluvia nunca paró, cuando alguno de nosotros se resbalaba, era un esfuerzo sobrehumano hincarse y levantarse con el peso y el cansancio a cuestas. A pesar de todo esto, el bebé se mantuvo tranquilo siempre, como si supiera que todos estábamos unidos, y que él nos aportaba con su calma, con su quietud.
Cuando vi las luces de Grano de Oro, fue como ver el cielo celestial. Eran cerca de las siete de la noche. Había una ambulancia para trasladarlos al Hospital William Allen, y de ahí, algún tiempo después, al Calderón Guardia, donde estuvo cerca de un mes. A nosotros, oh afortunados, nos esperaron los compañeros con pollo, tortillas y una birra helada para cada uno.
Aunque a ella la tuvieron que amputar por debajo de la rodilla, contra todo pronóstico, hoy sigue con vida. Gracias a la solicitud del dóctor, más adelante le dieron una casita por intermediación del IMAS y actualmente vive en el pueblo junto con el resto de su familia.
Por eso se lo digo, a usted, que esta es solo una de muchas. También está lo que le conté el otro día de la construcción de un puente sobre el río Chirripó, o del cuidado de un brote de gripe aviar en otro caserío montaña adentro. También hay una historia de la atención de un parto en medio vuelo en helicóptero, la creación del programa de telesecundaria, o las escuelas y el nuevo Ebáis que él ayudó a construir. Y aunque el Premio Nacional al Humanismo que recibió el doc de manos de Abel Pacheco nunca fue su intención, estoy seguro de que es, de alguna manera, un pequeño reconocimiento a un legado que perdura hasta hoy.
Y no, aunque en realidad nunca estuve ahí, ni fui testigo de primera mano, sí puedo dar fe de tu vocación médica y gestión social, de la inspiración que nos has dado a toda nuestra generación, de cómo tus amigos admiramos tu labor, y del legado que les has dado a las futuras generaciones médicas. Gracias, Memito Cubillo, ¡qué grande!
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
