
Este año, Felipe se graduó de quinto año de secundaria. Como a muchos papás, me tocó encargarme del traje y otros detalles propios de la graduación. Y justo recordé que hace 33 años, cuando salí del San Luis Gonzaga, mi papá, que en paz descanse, me llevó donde don Fello, su sastre de toda la vida en el barrio Los Ángeles de Cartago.
En ese momento, don Fello era un señor que peinaba sus buenas canas, pero se mantenía trabajando con una energía envidiable. Recuerdo que me tomó un montón de medidas y me hizo un traje como yo lo había soñado: saco cruzado azul, a la usanza de los años noventa y pantalón flojo con pliegues. Mi papá hizo un sacrificio económico para poder pagar ese traje, porque las carencias de la época así lo imponían. Con los años, lo valoro aún más.
Decidí repetir esa experiencia con mi hijo mayor, así que nos fuimos a la casa de don Luis. Él ha sido mi sastre desde hace unos 12 años. Es un hombre de 85 años, pelirrojo y sin canas. ¡Yo pensé que se teñía el pelo religiosamente, pero no! Resulta que tengo más canas yo, con 35 años menos.
Lo conocí en una circunstancia adversa, pues llegó como paciente al Hospital México por un problema de próstata que ameritaba una cirugía a la brevedad. Me lo refirió un médico muy amigo, don Ricardo, quien es gastroenterólogo y, casualmente, don Luis había sido su sastre por muchísimos años.
Empezó a aprender el oficio de la sastrería a los 16 años, en el taller de su tío. En aquella época, los aprendices debían pasar por la etapa del “perico”, que consistía en adoptar una postura particular del tercer dedo, con el dedal amarrado, para acostumbrarse a empujar la aguja con la parte frontal.
Luego pasó a ser “pantalonero” y desempeñó ese trabajo durante varios años. Me contaba que, cuando ya se adquiría suficiente experiencia, algunos pasaban a ser “cortadores” y, posteriormente, “armadores”. El sastre más completo, decía, es el que sabe cortar y armar un traje.
Don Luis empezó a trabajar en la sastrería Campos y estuvo ahí nueve años. Posteriormente, fue contratado en la sastrería Willy, en San José, al lado del edificio Numar. Ahí trabajó durante otros 40 años.
Tuvo la oportunidad de independizarse, pero prefirió mantenerse en su trabajo por lealtad, un principio inquebrantable para él. Nunca se incapacitó y no faltó un solo día a laborar. Con los años, fue armando su clientela hasta que la sastrería finalmente cerró sus puertas. Se pensionó y se dedicó a trabajar en su casa.
Don Luis sabe que cuando un cliente se acostumbra a su sastre, difícilmente irá a una tienda a comprar un traje ya hecho. Es un oficio artesanal, muy meticuloso, que amerita enorme cuidado y, tristemente, muy poco valorado en estos tiempos.
Él, mi paciente; yo, su cliente
Lo operamos en 2011. Su cirugía, afortunadamente, fue un éxito. Él siempre ha sido un hombre muy saludable: delgado, se cuida mucho y tiene una excelente actitud, lo que le ayudó muchísimo en una circunstancia tan adversa.
En una de las citas de control, me atreví a preguntarle si podía ir a su casa para que me hiciera un traje. Y el resto es historia. Ya me ha hecho cuatro vestidos enteros y cinco sacos estilo blazer, que me encantan. De hecho, los cuido como si fueran de oro.
Don Luis tiene un detalle muy particular: él le coloca a uno el saco, le ayuda a acomodarlo, lo deja en su sitio, observa detalladamente su trabajo en un giro de 360 grados e, inmediatamente, sonríe. Esa es la sonrisa de alguien que sabe que hizo las cosas muy bien.
Por todo lo anterior, sin pensarlo dos veces, me llevé a Felipe bajo un aguacero a Tibás, hasta la casa de este artista de las telas y el buen acabado. Nos recibió Suri, la zaguatilla de la casa y su fiel compañera. De inmediato, don Luis nos pasó a su zona de trabajo.
Yo observaba la escena de lejos, mientras Felipe se mantenía serio, contemplándolo hacer el delicado ritual de la toma de medidas. Me invadió la nostalgia y me acordé de mi papá. Hice un esfuerzo para contener las lágrimas.
Felipe escogió un diseño que me encantó, de la época de 1930: un saco cruzado alto de seis botones y tela a rayas. Me antojé en el acto y decidí que yo también quería uno.
Aco seguido, nos fuimos los tres al almacén de telas. En el camino, don Luis lamentaba que los vendedores que lo atendían y conocían bien ya no están. Ahora se topa con gente nueva y con otro tipo de telas. Lamenta que ya no se consigue con facilidad el material que quisiera para trabajar a sus anchas.
Después de buscar minuciosamente, conseguimos lo que queríamos. Don Luis supervisó el corte del material en la tienda y se fue a su casa con su eterna sonrisa y la frase de siempre: “Andrés, yo lo llamo cuando tenga la prueba lista”.
Ambos trajes quedaron espectaculares y ya le envié a don Luis las fotos de la graduación. Me enteré, por medio de su hija, que se puso muy feliz y, lo principal, que está muy orgulloso de su trabajo.
La última vez que lo vi, le dije: “Don Luis, yo seguiré viniendo hasta que me diga ‘hasta aquí’”. Y estoy seguro de que, mientras su vista y sus manos sigan tan bien, algo voy a inventar para seguir yendo a su casa.
¡Don Luis, muchas gracias!
aarley@medicos.cr
Andrés Arley Vargas es médico urólogo y presidente de la Asociación Costarricense de Cirugía Urológica.
