Al observar los avances educativos en algunos países del mundo, la comparación con la situación de Costa Rica resulta cada vez más preocupante. Mientras ciertos sistemas educativos trazan rutas claras hacia el futuro integrando nuevas tecnologías y preparando a sus estudiantes para los desafíos del siglo XXI, aquí persiste una sensación de estancamiento. No parece haber una visión coherente a largo plazo ni una estrategia articulada que responda a las transformaciones globales en educación.
Por ejemplo, en países como China, ya se implementan políticas que promueven el uso de la inteligencia artificial (IA) en los centros educativos. Los programas no se limitan a dar a conocer la tecnología, sino que buscan formar competencias reales en su aplicación, como análisis de datos, creación de contenido y ética digital. Los docentes, de igual manera, reciben capacitación y desde el gobierno se fomenta que estos contenidos tengan prioridad en los planes de estudios.
Aparte de la IA, se fomenta el uso de tecnologías como la realidad virtual y aumentada, y no de forma aislada: es parte del proceso de enseñanza-aprendizaje. Esta apuesta tecnológica no responde únicamente a una moda, sino a una convicción: la educación debe preparar a los estudiantes para un mundo en constante cambio.
En contraste, el panorama en Costa Rica se muestra difuso. Las reformas educativas tienden a ser reactivas, sujetas a los ciclos políticos y carentes de una visión sostenida en el tiempo. A pesar de discursos sobre innovación y transformación, la práctica revela una realidad muy diferente en la cual persisten problemas estructurales como la brecha digital, la infraestructura deficiente y la limitada capacitación docente en tecnologías emergentes. Lo más grave es que aún no se define con claridad qué tipo de estudiante se espera formar para los próximos años.
Mientras algunas instituciones privadas de alto nivel logran integrar innovaciones puntuales y tecnología de vanguardia, la gran mayoría de estudiantes en el sistema público continúan alejados de estas oportunidades. La desigualdad se profundiza, no solo en términos de acceso a recursos sino también en las habilidades y competencias que los estudiantes pueden desarrollar para enfrentar el mercado internacional.
La pretensión de que el sistema educativo sea una herramienta de movilidad social parece un anhelo lejano; más bien es un factor de profundización de desigualdades. Sin una política educativa clara, Costa Rica no solo pierde competitividad; también limita el potencial de su gente.
En muchos países, la educación ya no se concibe como un proceso centrado únicamente en la transmisión de conocimientos, sino como la construcción de habilidades para un entorno cambiante, incierto y cada vez más mediado por la tecnología. Quedarse atrás en esta carrera implica no solo una desventaja económica, sino también una pérdida de soberanía educativa.
Mientras en otras latitudes se debate cómo preparar a los estudiantes para liderar en un mundo regido por la IA, en Costa Rica las prioridades no parecen alineadas con las exigencias del contexto global. Y no hay señales de que el país pretenda enfrentar con determinación estos desafíos.
Esta reflexión no busca desmerecer los esfuerzos de muchos docentes, escuelas y familias que luchan día a día por ofrecer una educación de calidad, pero no se puede ignorar la desconexión entre esos esfuerzos y una política educativa nacional que no es sólida y proactiva. La pregunta es simple: ¿quiere Costa Rica prepararse para el futuro o continuar arreglando un modelo que ya no responde a la realidad?
No pretendo con esta comparación pintar a otras naciones como superiores ni minimizar los logros de Costa Rica. Pero es urgente visibilizar el enfoque reactivo que históricamente ha caracterizado a la educación costarricense. En un mundo que se transforma a velocidad acelerada, no basta con adaptarse tarde.
Emmanuel Cruz es docente de educación secundaria.
