
Hace unas semanas en el Caribe sur, en playa Chiquita, todo era verde, turquesa y calor. Entré en una poza que me ofrecía frescura bajo un almendro que se plegaba hacia el mar. El agua cristalina estaba llena de vida: había pececitos veteados, negro y amarillo, y otros de color arena, que nadaban sobre el fondo, mimetizados, y aun así temerosos. Sobre las rocas había cientos de caracoles y tantos, tantísimos cangrejos que incluso llegué a pensar que no había sido una buena idea meterme en su casa.
Como una sinfonía natural, el sonido de las chicharras se encontraba con el de las olas, que reventaban a lo lejos. Me preguntaba si los peces, o tal vez los cangrejos, podrían escuchar algo de esa música. A unos metros, un par de garzas grises escogían, insaciables, un poco de aquí y otro de allá, porque solo en el pedacito de playa donde yo estaba había cientos de pozas, igualmente cargadas de vida.
El aire era de sal. Flotaban algunas flores rojas y amarillas caídas del almendro. Hice una nota mental para averiguar por qué esos árboles tienen flores de dos colores, pero después la olvidé, hasta hoy. Pronto me dejé caer en el presente y me sumergí en ese espacio, en ese momento. Me sentí viva, feliz, en equilibrio. ¿Quién habría dicho que, unos años atrás, ese lugar había estado habitado por tanta desolación?
Cementerios de coral
El 22 de abril de 1991 quedará en la memoria de muchos debido al terremoto del Valle de La Estrella, en Limón. Yo estaba con mis compañeros en la universidad, en pausa de clases, afuera del edificio, cuando sentimos el meneón y vimos, atónitos y asustados, los postes de luz tambalearse como si fueran de hule. El estrés acumulado durante años, en una fractura de la corteza del Caribe sur, se había liberado y nos había alcanzado, a más de 200 kilómetros de distancia.
El terremoto colapsó puentes y carreteras y, en algunos sectores, levantó la costa hasta un metro y medio. Su epicentro fue en una localidad llamada Pandora. ¡Qué suma de casualidades que lleve el nombre del famoso mito griego de la caja y que el 22 de abril se conmemore, además, el Día Internacional de la Madre Tierra! A principios de los años noventa apenas empezaba el desarrollo turístico del Caribe sur, pero quién sabe, tal vez, los dioses y la Tierra nos advertían sobre el daño a la naturaleza que ocasionaríamos los humanos.
Un par de meses después del terremoto, fui con mis compañeros, de gira geológica, a Limón. En la playa, el golpe visual fue arrollador, pero no tanto como el olor nauseabundo que lo invadía todo. Al quedar expuestos los arrecifes y plataformas carbonatadas, habían muerto sus corales, esponjas, algas y erizos de mar. Al estar anclados, como si se tratara de árboles submarinos, muchos de ellos no pudieron escapar. Era una masacre ecológica.
En busca del equilibrio
Durante esa gira fuimos a visitar unas lomas cercanas a la ciudad de Limón donde encontramos antiguos arrecifes coralinos. No nos sorprendió encontrarlos, sino darnos cuenta de que los levantamientos de la corteza en ambientes tectónicos activos, como los de Costa Rica, ocurren en metros cada cierto tiempo y no en milímetros por año, como explican los libros de geología. Este descubrimiento fue una gran revelación.
Desde el terremoto de Limón ha habido otros en el Pacífico, como el de Nicoya de 2012, que también produjo un levantamiento de la corteza terrestre. Los sismólogos que han estudiado estos eventos afirman que los ascensos son seguidos por periodos en que la corteza que se ha levantado se hunde, como si se tratara de resortes y no de roca. Como si fuera un músculo y no un hueso. Como si nuestro planeta estuviera buscando constantemente un equilibrio.
Por esa razón, explicar la erosión en la costa, en un contexto como el nuestro, no es fácil. No se debe solamente al aumento del nivel del mar, que ocurre por el calentamiento global que derrite los cascos polares. También, entre otros factores, es consecuencia de los cambios relativos de la línea de la costa, producto de las placas de la corteza que suben y bajan después de los terremotos violentos que ocurren cada cierto tiempo.
Sentada en medio de la poza, pienso en el equilibrio que persigue la naturaleza y en el bienestar que experimento en ese lugar. Pienso también cómo, tres décadas después del terremoto, hay tanta vida donde hubo muerte. La Tierra no solo es sabia, sino, además, generosa. En el abrir y cerrar de ojos de un planeta que tiene 4.500 millones de años de vida, los cementerios de coral han renacido.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.