Un par de días en Niza, Francia, en la tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Océano (UNOC3), son suficientes para transformar cualquier sentimiento negativo en orgullo y amor profundo por nuestro país. Al menos, eso fue lo que sentí al cierre del evento, además de un agradecimiento sincero con todas las personas que se encargan de proteger el mayor tesoro que tenemos en Costa Rica: nuestras áreas protegidas.
La labor de Costa Rica en temas de conservación es verdaderamente admirable. Más allá del trabajo diplomático de la delegación tica, lo que quedó claro para todos los participantes de la conferencia –incluidos líderes de todo el mundo– fue el compromiso y esfuerzo incansable de la comunidad ambiental costarricense por preservar nuestra flora y fauna. Ese esfuerzo refleja, a fin de cuentas, una dedicación profunda a la vida humana, ya que nuestra calidad de vida, presente y futura, depende de cuánto protejamos el mundo natural, que también es nuestro hogar.
A todos los conservacionistas, ecologistas, guardaparques, investigadores, y al ciudadano común que recoge basura tras un día en la playa: un sincero abrazo y un gracias.
Costa Rica destacó en la conferencia por su riqueza en biodiversidad marina y por el compromiso de su comunidad científica y ambientalista. Entre los galardones recibidos se encuentran el reconocimiento a la Reserva Biológica Isla del Caño; al Parque Nacional Isla del Coco, que obtuvo el Premio Blue Park en nivel platino, tras haber sido galardonado con el nivel oro en el 2019; y al Parque Nacional Cahuita. Estos premios distinguen a las áreas marinas protegidas más sobresalientes del mundo, valorando modelos de conservación excepcionales con potencial para acelerar acciones de protección ambiental.
El liderazgo costarricense también brilló en su pabellón, titulado Costa Rica: Un salto a lo desconocido, donde se presentó el trabajo de conservación del Parque Nacional Isla del Coco. Este espacio incluyó una experiencia inmersiva con un video corto que simulaba un buceo en las aguas que rodean la isla. Niños y niñas franceses, al igual que sus padres, se asombraban al ver desfilar tiburones martillo, mantarrayas, tortugas y peces de colores. A pesar de la disminución del turismo nacional, experiencias como esta siguen sorprendiendo al extranjero y recuerdan, especialmente desde fuera, lo único y excepcional que es nuestro país.
Al costarricense le importa la naturaleza y su protección porque, querámoslo o no, crecimos expuestos a ella y obligados a convivir con su presencia. Aunque a veces la demos por sentada, esta convivencia ha forjado un lazo profundo en nuestra identidad nacional, un vínculo difícil de romper. Esto se refleja una y otra vez en las noticias: protestas vecinales por la tala de árboles en El Tirol, en San Rafael de Heredia, o la reacción masiva frente al escándalo del Parque Gandoca-Manzanillo, por mencionar algunos ejemplos.
Quiero que las personas en Costa Rica comprendan que este tipo de reacciones no son comunes en muchas otras partes del mundo. En muchos países no es tradición que el pueblo se indigne ante un daño ambiental. Ese activismo ciudadano lo hemos cultivado gracias a la oportunidad de convivir con la naturaleza y crecer rodeados de ella, en un país tropical y biodiverso. No todos tienen ese privilegio, y menos aún lo acompañan con una formación cívica que fortalezca esa conciencia.
Por eso, esta particularidad tica es algo que debemos compartir con el mundo: ese amor por la naturaleza no es exclusivo de nosotros, sino una cualidad humana que puede cultivarse. Podemos enseñar al resto del mundo a sentir ese cariño, esa ternura por el entorno natural, especialmente a quienes no han tenido el privilegio de vivirlo tan íntimamente como nosotros.
Lo debemos hacer ahora es traer a tierra tica la exposición que se hizo en Niza sobre el país, buscar formas de revivir esa conexión aquí, para que nuestros niños y niñas también aprendan sobre nuestra biodiversidad marina y comprendan por qué debemos seguir protegiéndola. Debemos consolidar el legado que hemos heredado y que hoy corre riesgo de perderse por la debilidad de nuestra infraestructura educativa y el deterioro institucional en temas de conservación. No habría tragedia mayor que perder esa esencia que hemos compartido con el mundo, justo en el momento en que otros países comienzan a entender el valor inmenso de cuidar el mundo natural.
Las opiniones aquí expresadas son propias de la autora.
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María José Valverde es economista.
