
Hace unos días, el mundo amaneció con una noticia que parecía una mezcla incierta en un tubo de ensayo: Inglaterra, Canadá y Australia, desde sus islas y llanuras lejanas, decidieron que Palestina ya no sería fantasma, sino Estado. Como en los laboratorios, donde se agitan líquidos de colores sin saber si producirán medicina o veneno, las cancillerías celebraron con solemnidad un experimento diplomático que podría terminar en paz duradera o en explosión incontrolable.
Y uno quisiera aplaudir con fe, pero el eco de las sirenas aún no se ha apagado en Israel, y la memoria del 7 de octubre sigue oliendo a ceniza. Recibo la noticia con esperanza –y con la mueca escéptica de quien ya ha visto demasiadas veces la misma fórmula probada con distintos químicos–. Porque la memoria no se adormece, aunque los discursos diplomáticos quieran anestesiarla.
La historia palestina parece un cofre repleto de llaves que nunca abrieron puertas. En 1947, la ONU entregó una dorada, pero en vez de usarla, fue lanzada al Mediterráneo: Israel aceptó un Estado diminuto y fragmentado, mientras los árabes eligieron la guerra, convencidos de que borrarían al vecino en semanas.
En 1967, otra llave se ofreció tras la derrota en la Guerra de los Seis Días, pero la Liga Árabe la enterró en la arena con su triple “no” (Cumbre de Jartum, Sudán, agosto de 1967): ni paz, ni reconocimiento, ni negociación.
Los Acuerdos de Oslo, en los años noventa, parecían por fin la cerradura correcta, un apretón de manos en Washington que hizo creer al mundo que la puerta se abría; sin embargo, en las calles estallaron autobuses y la paz firmada en tinta se convirtió en humo.
En el 2000, Barak extendió casi todo lo reclamado; Arafat respondió con silencio y con fuego, y la llave se transformó en metralla en la Segunda Intifada.
En 2008, Olmert puso sobre la mesa un mapa aún más generoso, Abbas pidió tiempo, y en lugar de girar la llave, la dejó oxidarse mientras volvían los cohetes.
Así, generación tras generación, las llaves han cambiado de manos, pero ninguna ha abierto un futuro: unas fueron arrojadas al mar, otras enterradas en la arena, otras se disolvieron en humo, hasta que el baúl se volvió un cementerio de oportunidades.
Cinco llaves, cinco portazos y el Estado Palestino que nunca levantó vuelo. ¿Será que en la realidad nunca han acogido la idea de dos Estados y que, en su narrativa, su objetivo es un solo Estado, todo palestino, y nada más?
No es solo lo que rechazaron; es lo que ejecutaron: la biografía de Israel está escrita en sangre civil. En 1972, Lod dejó 26 muertos en su aeropuerto; en 1974, Ma’alot apagó la vida de 31, entre ellos 22 niños; en 1978, un bus ardió en la Carretera Costera con 38 almas dentro. Los años noventa trajeron un nuevo lenguaje de muerte: el suicida con cinturón explosivo. Jerusalén lo aprendió en los autobuses 18, en 1996, con decenas de víctimas, y en su mercado en 1997, donde 16 cuerpos quedaron entre frutas y verduras.
El siglo XXI abrió con una temporada de infierno: el Dolphinarium en 2001, con 21 adolescentes asesinados; la pizzería Sbarro, ese mismo año, con 16 muertos, siete de ellos niños; el hotel Park en 2002, con 30 vidas segadas en plena cena de Pésaj; la Universidad Hebrea ese mismo año, con nueve estudiantes y profesores asesinados, y el Café Hillel en 2003, con siete tazas intactas sobre mesas vacías.
Después llegó la lluvia. No de agua, sino de cohetes. Decenas de miles disparados desde Gaza como si fueran semillas de hierro, regando el sur de Israel con terror. Sderot se convirtió en una ciudad donde los niños crecían midiendo la distancia entre casa y refugio; Ashkelón, Ashdod y Beer Sheva aprendieron a contar segundos entre sirenas. Con los años, los cohetes alcanzaron Tel Aviv y Jerusalén, demostrando que nadie estaba a salvo bajo el paraguas perforado del cielo.
Y entonces, el 7 de octubre de 2023: la orgía de sangre más brutal desde el Holocausto: 1.200 asesinados, 251 secuestrados. Un carnaval de la muerte transmitido en directo, con cámaras en los cascos de los verdugos.
Si bien el reconocimiento actual es un acto con más orificios que un queso suizo –porque no se sabe cuáles serán las líneas limítrofes, quién gobernará (¿la Autoridad Palestina corroída por la corrupción, Hamás con turbante de pólvora, la Yihad Islámica, alguna alianza improbable de facciones locales, o un gobierno de unidad que no llega a ponerse de acuerdo?) ni si reconocerán siquiera la existencia de Israel– hago este ejercicio porque guardo la esperanza.
Hay algo más que hay que decir, y lo digo sin eufemismos: con el traje de Estado, se evapora la imagen del refugiado eterno, esa coartada que se heredó por generaciones como si fuera un apellido; se acaba la chequera de las ONG, abierta como caja de milagros que permite el despilfarro en túneles; se termina la tácita licencia para matar que algunos creyentes de la venganza se arrogaban como derecho divino. Y, sobre todo, se acaba también el canto de “Del río hasta el mar”, porque si eso es lo que buscan, lo que hoy celebran no sería más que una pausa breve en la tragedia interminable de Oriente Medio.
Si este Estado llega a materializarse, no habrá más excepciones: será tratado y juzgado como cualquier otro Estado en la faz de la tierra. Su estadio sui generis desaparecería para asumir, por fin, las obligaciones de un buen poder: proteger a sus civiles, condenar el terror, rendir cuentas a sus vecinos y a la comunidad internacional.
Sigo pensando que lo que han hecho Inglaterra, Canadá y Australia es premiar un acto terrorista barbárico, y al hacerlo, asumen directamente la responsabilidad de lo que llegue a suceder.
No se puede liberar a un animal hambriento de venganza y luego esconderse bajo los escritorios como burócratas timoratos. El gesto diplomático que hoy aplauden puede convertirse en el monstruo que mañana los devore también a ellos.
Israel seguirá aquí. Con sus voces discordantes y sus defectos de democracia ruidosa, pero aquí. No planea mudarse ni un centímetro, ni evaporarse para complacer mapas imaginarios. El que sueñe un Oriente Medio sin Israel tendrá que comprarse otro globo terráqueo.
El nuevo Estado palestino cargaría ahora con la más pesada de las responsabilidades: demostrar que puede construir en vez de destruir, gobernar en vez de victimizarse, respetar en vez de asesinar. Si fracasa, será su propio fracaso. Si triunfa, será mérito suyo. Pero esta vez no habrá excusas.
Quizás, en el fondo, este reconocimiento sea solo otro espejismo en el desierto: un Estado que aparece con papeles en regla, pero con las manos aún manchadas de pólvora. Y, sin embargo, la esperanza insiste, como esas mariposas amarillas que vuelven aunque el viento las espante. Ojalá esta vez elijan la vida y no la muerte, la palabra y no el cuchillo. Porque si no, lo que hoy estrenan como traje de Estado acabará siendo mortaja, y la historia –esa escribana testaruda– dejará registrado que tuvieron la posibilidad de nacer y prefirieron inmolarse nuevamente como pueblo.
Abraham Stern F. es ciudadano costarricense, judío y humanista.