
Era un pez azul bien raro. Llevaba cinco años en la pecera, compartiendo con nosotros mucha historia: la pandemia, la publicación de La Espinita (mi primer libro), la muerte de papi…Momentos duros; otros, hermosos. Eso es la vida.
Al igual que los otros peces que he tenido en 10 años, ese veterano de pronto empezó a torcerse, es decir, a nadar en diagonal, como una tilde acuática.
“Se le fregó la vejiga natatoria”, me dijo en diagnóstico contundente un pecoso y flaco muchacho del acuario cercano a la iglesia la Agonía, de Alajuela, cuando, años atrás, le comenté de síntomas similares que presentó otro pez, de otra especie, en mi pecera.
La solución que me dio me dejó tan perplejo como el diagnóstico: “Dele una gota de aceite de oliva y agárrelo con la mano para darle un masaje en la panza. A veces es que se comieron una hojuela de alimento muy seca. Tienen una especie de indigestión”.
Muy bien. El pez tenía “pega”, y había que “sobarlo”. Esa era la recomendación del muchacho. Me aseguraba que a él le daba resultado. ¿Qué pasó después? Terminé devolviéndole el pez para que él lo salvara, sin importar que yo se lo hubiera comprado años antes. No le cobré la inversión económica de años de cría y “engorde”. Quería que lo curara. No estaba yo para aprender a “sobar pegas” de pez y a darles aceite de oliva con gotero.
Azul llegó meses después de ese incidente. Sobrevivió a la muerte de otros contemporáneos, que empezaban a nadar en diagonal, como tildes, y en pocos días amanecían sobre las piedras del fondo de la pecera, como candelas consumidas.
Al comprobar su muerte, yo los agarraba con el “cachador” y los enterraba en el patio. Me preguntaba siempre si debía darles los honores que le daba a un perro, mascota plena de emotivos significados, a quienes muchos comparan con hijos y hasta los pasean en Multiplaza, metidos en coches para bebé. A los peces, en cambio, no se les dedican poemas ni se les incinera, como a los perros y gatos. Son mascotas desechables, como un atún vencido de la despensa.
Pero no sé. Yo siempre he sentido una punzadita de dolor ante la muerte de cada pez, no tanto como con el deceso de los perros y gatos, que ven con uno tele y permiten el contacto físico. Aun así, a los peces procuro darles al menos su minuto de silencio tras enterrarlos cerca de las matas del patio. Qué carajo. Son vida, y su muerte tiene también solemnidad.
Azul empezó un día nadando en diagonal. Mala señal. Eso solo significaba que tenía los días contados. Pero pasaban las semanas y el bandido se enderezaba, y recuperaba la posición saludable.
¡Qué raro! Se curó solo y no hubo que “sobarlo”. Allá, a las semanas, aparecía Azul otra vez nadando raro, pero ya no como tilde, sino en posición vertical, como un minutero que marca las doce. En esa posición, la gravedad lo jalaba al piso de la pecera, pero él se las ingeniaba para volver a subir, como un perenne luchador.
Empecé a observarlo y a respetarle su voluntad por vivir. Un día, Azul descubrió que, si se metía entre unas matillas plásticas, podía permanecer tiempo sin gastar energía.
A mí me daba sentimiento verlo luchar por la vida, pero cuando me debatía entre si era mejor aplicarle la eutanasia, el bandido Azul se recuperaba solo y volvía a nadar como un pez sano. Nunca un pez de mi pecera había mostrado tanta voluntad por la vida.
Hace tres semanas, Azul amaneció acostado sobre las piedras del fondo de la pecera. Su lucha había sido larga, pero la muerte siempre gana al final. Salí a buscar el cachador para sacarlo y darle mi acostumbrado minuto de silencio, pero cuando volví, lo vi nadando como si nada, de un lado a otro de la pecera. Azul o era zombi o había decidido acostarse por la noche, como los humanos, para amanecer dando guerra y moviendo sus aletas por la pecera. Ese tiro me lo hizo tres veces. La cuarta parecía contundente: amaneció en una esquina de la piscina, medio enterrado entre piedras. Pero, de nuevo, en cuestión de minutos, y justo cuando yo no lo veía, resurgía de la sombra y resucitaba, el condenado.
Nunca he visto un pez con tantas ganas de vivir. Un día, ya no pudo más. Fue un lunes. Supe que no se levantaría porque otro pez, de esos que pasan pegados con la boca por el vidrio de la pecera, dizque para limpiarla (aunque ensucian más el agua con sus propios desechos) tenía su boca puesta sobre las branquias de Azul.
No sé si fue él el que le dio la eutanasia que yo no quise darle, o si fue un homenaje ante su partida final, tras años de compartir espacio sin entrar en conflicto. Enterré a Azul en una maceta. Respeté profundamente sus ganas de vivir.
La muerte siempre llega, al final, pero su presencia es instantánea. Su función también es otra: servirle de espejo a la vida, ser la que nos hace revalorarla y luchar, como Azul, por mantenerla un ratito más, porque aquí hay muchas cosas bellas que dejamos pasar por la rutina, y se vuelven más grandes y hermosas cuando recordamos que terminan.
Ya casi es Día de Muertos. Honramos la huella de quienes ya no están, pero nos siguen abrazando por dentro. Pero hoy y todos los días son Día de Vivos, porque la muerte nos enseña que la vida vale la pena y por eso hay que luchar por ella, como Azul, mi pez valiente.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.
