
Cuando, en los años 90, me tocaba viajar por negocios a Latinoamérica, cargaba el orgullo de saber que todo el mundo reconocía a Costa Rica por sus parques nacionales, el Premio Nobel de la Paz, la ausencia de ejército, la educación de nuestro pueblo, y la solidez de la democracia y sus instituciones, y la pureza del sufragio.
Yo contaba que San José fue la segunda ciudad en tener alumbrado público, decía que teníamos electricidad y teléfonos públicos hasta en el pueblito más remoto, hablaba de la tranquilidad con que se vivía y de que podíamos tomar agua pura “del tubo”... Había presas, pero también respeto, y había una sola ley para los autos y las motos. Éramos un país pura vida.
¿Dónde y cuándo nos perdimos y se empezó a desmoronar el país? ¿El día que Beto Cañas dijo que se había metido la gradería de sol a la Asamblea? ¿O el día que se revirtió la ley de la reelección? ¿Fue con el 4-3 de Carazo, o la apertura del monopolio bancario, o del de los seguros? ¿Sería el referendo por el TLC lo que nos dividió? ¿O cuando A todo dar y el Porcionzón se dispararon en rating y nos olvidamos de los programas educativos?
O, tal vez, cuando corregir a un alumno se convirtió casi en delito y esos mismos estudiantes les perdieron el respeto a sus padres y adultos mayores. O cuando los padres, en respaldo a “sus chiquitos”, llegaron a pedir que los pasaran de año, aunque solo hicieron méritos para quedar reprobados. ¿Acaso fue la crianza respetuosa? ¿O cuando la cantidad se impuso a la calidad en las universidades privadas?
Nos embriagamos del “pura vida”, del “llévela suave”, del “tranquilo, que hay más tiempo que vida”, del “no me estrese” y de “la Suiza centroamericana”. También, de clasificar al Mundial y de ser el país más feliz del mundo.
Y, mientras tanto, aceptamos de a poquitos la mediocridad en todo: proyectos inconclusos en infraestructura vial, puertos y aeropuertos ineficientes, corrupción un día sí y el otro también, las “puertas giratorias”, los vicios de la contratación pública, las fugas del AyA y los baches en las calles.
Pero no nos perdamos atribuyendo a los gobiernos toda la responsabilidad, porque mientras adentro hay uno que pide, afuera hay otros que están dispuestos a dar. Y no solo en lo grande, porque aceptamos dar mordidas a los tráficos, a inspectores de todas las instituciones, a las alcaldías para los permisos y lo hacemos hasta para sacar la licencia. Así que, quizá, todos tenemos un poco de culpa como sociedad y nos dejamos perder.
¿Y si no fue así? Si, más bien, el cambio vino de un enemigo externo, como dicen los dictadores, y nos inocularon furtivamente un virus sociogénico con fuertes rasgos de mediocridad, de lo bachacano, lo banal, lo burdo y lo corriente? Y, así, quedamos blindados contra la excelencia, el conocimiento, la solidaridad, el respeto por el otro y las ganas de crecer individual y colectivamente.
¿Será que con la entrada de Internet y los smartphones nos desconectamos de este mundo y nos pasamos al mundo virtual de TikTok y los likes de extraños, en vez de valorar el abrazo fraterno? ¿Serían los troles o los bulos? O quizá el cambio empezó cuando dejamos de leer, de preocuparnos por la ciencia y la historia (creo que ya nadie sabe qué escribió don Óscar Aguilar Bulgarelli), por la búsqueda y la verificación para saber qué es verdadero y qué no. O cuando dejamos de cuestionarnos a nosotros mismos para crecer; cuando perdimos las tradiciones, las buenas costumbres y nuestra espiritualidad; cuando dejamos de cantar la Patriótica costarricense y los colegiales se avergüenzan hoy de cantar en voz alta el Himno Nacional en los actos cívicos.
Nos perdimos en las redes sociales, donde se habla mucho y se hace poco; donde nos despersonalizamos y aprendimos a enjuiciar y a criticar libremente sin consecuencias, a enojarnos con desconocidos y a despotricar contra todo lo que nos molesta, pero, a la vez, encontramos ahí un mundo de iguales que piensan, dicen y hacen igual que yo. A muchos no los conozco, pero hasta los considero amigos.
Jonathan Haidt dice que “cuando las personas ven actos moralmente bellos, se sienten elevadas; elevadas en una dimensión vertical que podría llamarse divinidad (como cuando nos visitó el entonces papa, Juan Pablo II). Pero cuando la gente ve actos moralmente repulsivos, se siente arrastrada hacia abajo y degradada”.
Las tres dimensiones del espacio social, la jerarquía, divinidad e intimidad, se han achicado. Perdimos los referentes para crecer, y los referentes que hay más bien nos llevan para abajo.
Creo que desde que el presidente de la República empezó a verse como un tipo común y corriente, menos parecido a un líder sabio y hábil, y más a un bufón de programas de televisión; cuando no causa admiración por su altruismo o superioridad intelectual, sino por su bravuconería y palabrería hueca, le perdimos respeto, y la jerarquía se perdió, y todos los otros ejes se achicaron en Costa Rica.
En lugar de perseguir el interés colectivo, que nos hace elevarnos hacia lo espiritual y sagrado, surgió el individualismo, que persigue lo profano.
Perdimos la colectividad, perdimos aquel sentido alegre de pertenencia a la sociedad, y perdimos el país que conocimos. Así, aparecieron pronto la frustración, el descontento, la incomodidad y el enojo: los ingredientes para el caldo de cultivo que requieren los autócratas, del que se aprovechan para hacerse con el poder. De ejemplos está llena la historia de Latinoamérica y el mundo. Bien haríamos leyéndola y aprendiendo.
Una vez en el poder, empiezan a gobernar con discursos populistas para sembrar polarización y posverdades. Se atribuyen la razón y la verdad. Utilizan a personas e instituciones para silenciar voces opositoras, amedrentan con amenazas para frenar cualquier impulso de pensar distinto. Descalifican la ciencia, la historia, la institucionalidad. Eliminan los contrapesos y se blindan con un discurso de lucha contra “los de siempre”, “los que han robado y se han aprovechado del pueblo”. Luego vienen los estados de excepción para arreglar las cosas. Y después, el miedo y la persecución. Posteriormente, sigue la pérdida de la intimidad y de la tranquilidad que da el Estado de derecho. Es el punto de inflexión sin retorno.
La esperanza radica en pensar que estamos a tiempo. Que aún podemos revertirlo. Llevamos cinco elecciones en las que, en primera ronda, gana el abstencionismo y, en segunda ronda, gana el voto en contra. Tenemos que acabar con esto y tomar acción. Porque los que estamos en contra somos más que los acólitos del continuismo.
Salgamos de la mediocridad, de la apatía, del conformismo. Hagamos un esfuerzo grande para revisar lo que nos dicen y nos quieren vender como verdad. No nos conformemos.
¡Y, por favor, SALGAMOS A VOTAR! Recuperemos el pura vida y la alegría de ser ticos. Salgamos a defender, con el voto, la patria que tanto sacrificio les costó a nuestros abuelos. Se la debemos a esos sabios nonagenarios que todavía viven... como Abito, con sus 98. No los hagamos pasar dos veces por el mismo trance de tener que usar la fuerza para revertir las cosas.
m.alvarado.riv@gmail.com
Mauricio Alvarado Rivera