
Cada 31 de diciembre, desde hace 10 años, busco entre mis cosas un viejo ladrillo fabricado por mi abuelo materno, Luis Ulloa Ugarte. Lo hizo con sus propias manos, hace no menos de 65 años, en su vieja fábrica de ladrillos refractarios, ubicada en su finca de Orotina, cerquita del río Machuca.
Cuando ya la gente enciende la radio, porque se acerca la cuenta regresiva final, muy poquito antes de la medianoche, voy a mi cuarto, traigo el ladrillo y lo coloco en la mesa de la celebración: entre las uvas del agüizote, el vino de la cena, las maletas listas para darle la vuelta a la cuadra, y la corona de Adviento.
Siento la necesidad de poner ese ladrillo entre nosotros, como una forma de hilar el pasado con el presente, la raíz con el porvenir, la historia con la página en blanco, la familia presente con la trascendente. Lo hago desde hace 10 años porque fue entonces cuando escuché la historia que les voy a contar.
Cuenta mi madre, que si la Navidad era la fecha preferida de mi abuelo paterno, Francisco González Sibaja, el Año Nuevo lo era de mi abuelo materno, Luis Ulloa Ugarte.
Marinero, buscador de oro, fabricante de ladrillos, maquinista de tren, finquero y masón grado 33, en la última noche del año, recibía en la fábrica de ladrillos refractarios a algunos trabajadores que no tenían una casa que los esperara u otro plan para aquella noche, o quizás porque no querían perderse el rito. Sí. Aquella noche había un ritual...
Cuando ya estaba cerca la medianoche, Luis Ulloa preparaba la tierra refractaria, la máquina de moler y la prensa hidráulica. Entonces, empezaba la ceremonia: juntos, mi abuelo y los trabajadores, molían la tierra, la ponían en un molde y luego en la prensa hidráulica para comprimir y formar varios ladrillos. Una vez moldeados, le escribían con un clavo el número del año que se iniciaba y se daban un abrazo. Entonces, mi abuelo repartía tamales que él mismo había cocinado, días antes, y servía un trago para brindar por el Año Nuevo.
Mi abuelo decía que, con ese ritual, esperaban traer suerte para todo el año. A la vez, agradecía el trabajito del año que concluía y hacía votos para que, en el calendario siguiente, hubiera bastantes clientes. No era una superstición, sino, más bien, un símbolo: terminar y empezar un año con lo que se agradece y a la vez se anhela.
El ritual del ladrillo de medianoche empezó en la década de 1940, pero se detuvo repentinamente en 1967. Ese año, mi abuelo tuvo una crisis pulmonar y estuvo hospitalizado. Mi madre rezaba para que el abuelo estuviera sedado y no se diera cuenta de dónde pasó la medianoche del 31 de diciembre.
El 1.° de enero, ella fue al hospital con el corazón hecho un puño. Creyó que iba a encontrar a su papá muy triste. Pero no: estaba radiante de alegría.
“Vieras qué Año Nuevo más hermoso pasé”, le dijo el abuelo. Entonces contó: en su mismo salón del hospital, había dos presos que llegaron ese 31 de diciembre: uno con una puñalada en el abdomen, provocada por su compañero. El otro tenía un balazo en una costilla, provocada por el apuñalado.
El abuelo se levantó y fue a visitar a uno de los presos. Luego caminó hacia la cama del otro herido. Dijo que fue a negociar. A los dos les dijo lo mismo: “Esta no es una noche para terminar peleados. Hay que dejar los rencores en el año viejo. Los años nuevos hay que recibirlos con corazones ligeros, no pesados por enojos y tristezas...”
Quién sabe qué otras cosas más les dijo. Fue una negociación difícil... el abuelo iba de una cama a otra. Seguro, al principio lo trataron con rudeza. Pero el abuelo, curtido de fincas, barcos, trenes... y hornos de cocer ladrillos... sabía del barro, y del barro somos todos... Así que al final logró el ansiado: “Si ese carajo se acerca acá, yo lo perdono” y, al filo de la medianoche, los presos hicieron las paces.
Cuenta mi madre que el abuelo, con lo masón que era, pidió a la enfermera que trajera al capellán del hospital, para que confesara a los presos, quienes se habían declarado católicos. Aquella madrugada, los heridos reconciliados recibieron la comunión.
Aquel Año Nuevo de 1967 el abuelo no pudo hacer el ladrillo ritual... pero no le hizo falta. Él había cocinado otros barros la víspera del Año Nuevo y a dos años antes de dejarnos para siempre.
Por eso, cada año, desde que escuché esta historia, me gusta poner en la mesa los únicos dos ladrillos que quedaron como recuerdo de la fábrica de mi abuelo. Con ellos, quiero desearles mucha prosperidad en sus trabajos y recordar una gran lección de Luis Ulloa: los sueños, las metas, los deseos de un año nuevo se trabajan, como los ladrillos, y el esfuerzo empieza desde que el año nace.
Y otra más: cada año que empieza no es un borrón y cuenta nueva, sino un ladrillo que se forja con la raíz, la herencia, y la propia historia pero transformada con calor y esfuerzo. Somos barro y no hay que temerle a eso. Porque con ese barro podemos convertirnos en el ladrillo de una casa, un puente, una esperanza.
Cada uno decide qué hacer con su propia historia, con su propio barro: un puente o un muro. Feliz Año Nuevo.
rgonzalez@utn.ac.cr
Rodolfo González Ulloa es periodista, investigador histórico, docente y cuentacuentos.
