
Tras la invasión y anexión rusa de Ucrania (2014), que puso fin al principio de seguridad de inviolabilidad de las fronteras territoriales, el sistema internacional se debate entre dos estilos: uno, el orden internacional liberal de la segunda mitad del siglo XX, establecido por Estados Unidos, y dos, el orden internacional iliberal, concebido por China, Rusia y otras potencias, al cual hoy se une la administración Trump.
En este momento, el orden bipolar (confrontación político-militar-ideológica) y la Guerra Fría son cosa del pasado, y difícilmente regresarán. Eso quedó claro en la cumbre de Anchorage, Alaska, entre Trump y Putin. Y así Ucrania se consolida como uno, y quizás el principal, punto de inflexión entre el viejo orden de la pasada centuria y el orden del siglo XXI.
Putin procura restablecer la grandeza de la Rusia imperial, pero con el control soviético. Por eso, propone una división del mundo en tres grandes esferas de influencia. En cada una de ellas, como lo sugiere Mearsheimer en su libro La tragedia de las grandes potencias (2001), habría un hegemón. A esto se suma una superpotencia con influencia global. Moscú busca recuperar su zona de influencia en Europa Oriental, desarmando a Ucrania –colocándola bajo su control– y que la OTAN retire todo el armamento de los países miembros que se unieron a la alianza a partir de 1997.
Por ende, la guerra no acabará hasta que consolide su presencia militar en el este del país y en Kiev asuma un gobierno afín al Kremlin. Esto ha sido reiterado en los últimos días por el canciller Lavrov. Eso lo entiende la Casa Blanca, que trata de rescatar la política de “coexistencia pacífica” de la administración Nixon (1969-1974). La diferencia es que hoy la dinámica geopolítica global y regional es muy distinta, y a ello se suma una nueva geografía económica (los recursos energéticos, como tierras raras, han reconfigurado ese mapa) en un mundo claramente pos-estadounidense.
La variante, en esta ocasión, es que bajo el proyecto MAGA, Trump busca ser la potencia que tiene la influencia global, pero con un estilo de diplomacia por la fuerza (recordando a Reagan y su esfuerzo por volver a hacer grande a EE. UU.) y el unilateralismo. La cuestión es cómo lograrlo en un mundo con gran fragilidad e inestabilidad, al mismo tiempo que trata de recuperar la economía estadounidense para regresarla a la “época dorada” de las décadas de 1950 y 1960.
¿Y China? Pekín tiene, bajo Xi, un proyecto hegemónico de estilo confuciano. No busca, por ahora, la confrontación militar con ninguno de sus adversarios. Necesita completar la reforma de las fuerzas armadas y disponer de un ejército capaz de operar más allá de Asia-Pacífico y África. Pero, mientras tanto, busca ganar la batalla cibernética, sobre todo en la inteligencia artificial.
A Xi le quedan tres años para finalizar su segundo mandato, por lo que requiere hacer un buen manejo de las aspiraciones hegemónicas y evitar la confrontación directa. Por eso, Pekín opta por un “balance escorado” (una maniobra naviera), como lo ha hecho con Ucrania.
Hoy se observa una lucha por un nuevo orden mundial. Esta se desarrolla tanto entre potencias continentales como marítimas y espaciales. Ahora el océano no es solo el escenario de eventuales grandes batallas navales, sino una fuente de recursos estratégicos que las tres superpotencias aspiran a controlar y extraer.
Por consiguiente, esta búsqueda del nuevo orden no se limita a lo militar y estratégico, sino que opera en múltiples ámbitos y diferentes niveles, todos estrechamente interconectados. De manera que no se puede simplemente comparar con el siglo pasado.
Ello se complementa con la dinámica en dos ejes: Rusia-Occidente (EE. UU. y Unión Europea, distanciados) y China-Estados Unidos. Por eso, Ucrania es el punto de inflexión, y de poco sirve una “paz” (más bien un cese del fuego) en ese país sin resolver el tema de fondo: las aspiraciones imperiales de Putin. Sin embargo, las semejanzas con 1939 no permiten descartar la fase militar de una guerra sistémica.
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Carlos Murillo Zamora es catedrático de la Universidad de Costa Rica (UCR) y de la Universidad Nacional (UNA).