
La estupidez es una amenaza seria, y más aún si está aparejada con un poder político con malas intenciones.
Me he mantenido al margen de los acontecimientos recientes sobre la política del gobierno, quizá por salud mental, o porque no tengo interés de enfrascarme en “discusiones” improductivas, o porque no tengo el poder simbólico para persuadir a un cúmulo de costarricenses dominados por la parafernalia del presidente todos los miércoles.
Empero, las arremetidas de la estupidez colectiva me obligan a pronunciarme sobre un hecho que a todas luces está afectando las prácticas culturales de nuestra sociedad: el discurso del mandatario y cómo este afecta, irremediablemente, el concepto que tenemos de democracia.
Si el común de la ciudadanía costarricense tomara en consideración que el presidente Chaves aumentó en un 100% el salario de sus ministros, pero se opuso a un pequeño y merecido aumento a los empleados de la CCSS; que ha pretendido subastar el Banco de Costa Rica; que ha pretendido poner en venta el 49% de las acciones del INS; que ha bajado el presupuesto para educación y para vivienda popular; que en su gobierno se ha incrementado la inseguridad; que ha pretendido reducir los controles hacia las acciones del Ejecutivo; que se ha incrementado la violencia contra las mujeres, quizá debido a los comentarios agresivos que emanan de su discurso violento y misógino; que tampoco redujo el precio de los medicamentos, como lo había prometido; que el costo de la vida ha aumentado desmedidamente; que ha disminuido la inversión pública en general; que ha promovido y llevado a cabo la nefasta ruta del arroz, que solo benefició a unos cuantos importadores, entre otros exabruptos... si esa ciudadanía lo tomara en cuenta, probablemente Chaves tendría, si acaso, un 10% de apoyo popular.
Costa Rica ya no es un referente de bienestar social. No quiero decir que los gobiernos anteriores hayan sido la panacea, que no haya habido corrupción. Tengo claro que somos una democracia que debe mejorar, pero hoy estamos más lejos que nunca de que eso sea una realidad.
Ahora bien, ante estos resultados de la inoperancia del Ejecutivo, afortunadamente un cada vez más reducido sector de la población piensa que nunca hemos tenido un presidente tan bueno como este. En tal sentido, Dietrich Bonhoeffer, un teólogo protestante alemán, decía que “la estupidez es peor que la maldad”, precisamente porque la estupidez se usa para los fines de la segunda.
En la estupidez no hay razonamientos lógicos; el estúpido solo repite el discurso del líder al que sigue con los ojos vendados, sin una posición crítica; no importa que se le muestren hechos irrefutables porque, ante esto, la persona estúpida ni siquiera los desaprueba, sencillamente los descarta como intrascendentes, como incidentales.
Un día de tantos, un “amigo” me decía: “Qué importa que el arroz suba 100 colones por kilo, eso no es significativo”. El estúpido nunca verá el perjuicio que recibe del líder al que sigue ciegamente y, menos aún, el perjuicio que pudieran experimentar los demás. Por eso, el común de los alemanes se hacía de la vista gorda ante las atrocidades que cometía el régimen nazi.
Bonhoeffer se refirió a la responsabilidad moral que nos debe guiar, pero lamentablemente estamos sumidos en la ignorancia moral y esto ha sido producto también de la práctica política que han ejercido los partidos tradicionales, que se han preocupado poco por desarrollar una sociedad crítica. La educación ha venido en menoscabo desde hace varios lustros y eso nos convierte en una sociedad estúpida, complaciente, que no ve el perjuicio social que nos hace hoy el gobierno de turno.
Ahora, no es que esa estupidez sea privativa de personas que no concluyeron ni siquiera la educación primaria; también hay algunos intelectuales. Según Carlo M. Cipolla, la gente estúpida supone un grupo más poderoso que algunas grandes organizaciones como la mafia, el complejo industrial-militar o la Internacional Comunista.
Creo que estamos subestimando, como dice Cipolla, “el número de individuos estúpidos en circulación”. A mí me preocupa que caigamos en manos de un grupo de neoliberales que solo pretenden dominar-controlar la opinión pública, que limitan el derecho a disentir y que están polarizando, peligrosamente, la sociedad.
La actitud pasiva frente a un fenómeno que se ve nos convierte en cómplices, y no por falta de capacidades mentales, sino porque renunciamos a levantar la voz frente al dogma y las órdenes sin cuestionarlas.
El costo social de subestimar el poder que tiene la ciudadanía estúpida puede ser muy alto. Todos y todas tenemos la responsabilidad moral de alzar la voz, porque los estúpidos no se percatan de que afectan a los demás, a sí mismos y al Estado social de derecho.
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Heriberto Ordóñez es investigador y periodista.