
Una tarde de diciembre de 2018 nos encontramos con los grises. Habíamos viajado a Nuevo México con Jennifer y Juan José, aprovechando que van todos los años a celebrar su aniversario de bodas. Después de visitar el santuario de Chimayó, un conocido destino de peregrinación de Estados Unidos, decidimos entrar a una tiendita de souvenirs que parecía recién salida de una película de Clint Eastwood.
En la tienda encontramos ángeles de madera, camisetas, exvotos y tejidos navajos. De repente sonó la campanita sobre la puerta. Eran un hombre y una mujer parecidos entre sí, muy altos, delgados, de piel gris. Llevaban una túnica de lana, también gris. Al entrar, se detuvieron un momento. Uno de ellos se bajó la capucha e hizo flotar un polvo gris que dispersó el rayo de luz que todavía entraba por la puerta.
Había en el aire algo entre místico y magnético. Sin dejar de verlos, según yo muy disimuladamente, descubrí su mayor poder: no caminaban, levitaban. Un tiempo después ingresaron a la trastienda, sin cruzar palabra con el encargado, que seguía detrás del mostrador, viendo su teléfono celular. Salí de ahí perpleja, pero no comenté nada sobre el incidente. Unas horas después, alguien preguntó: ¿Verdad que eran grises? ¿Verdad que flotaban?
Taos
A la mañana siguiente fuimos al pueblo de Taos: un asentamiento de adobe del grupo originario Pueblo, creado a finales del siglo XIII. Para entrar, es necesario registrarse y traspasar un puesto fronterizo. Taos es un país dentro de su propio país, como ocurre en las reservas indígenas estadounidenses.
Las casas están unidas en hileras sobrepuestas, en tres o cuatro niveles, sin que sea posible distinguir dónde empieza una y termina la otra. Todas tienen un frente compartido de color café, idéntico a la tierra de Taos. Solo las puertas indican dónde podría comenzar una casa y terminar la otra.
Pues por una de estas puertas desapareció Juan José. Como estábamos en un grupo numeroso de turistas, liderado por un guía que divisábamos a lo lejos, pensamos que Juan podía haberse integrado a otro sector del rebaño. Cuando resurgió, nos contó lo que le había sucedido.
Una señora del pueblo había visto su sombrero y su trenza estilo navajo. Lo sentó en la sala de su casa, sacó un pan humeante y llamó a su hija casadera para empezar a negociar. Le preguntó a qué tribu pertenecía y le dijo que su dote podría interesarle. Juan, siendo Juan, le dio pelota y decidió aprovechar su parecido con los pobladores de las tribus vecinas.
Durante un tiempo, que me parecieron meses, Juan vivió alrededor de ese fogón, conectó con la naturaleza y con los múltiples planos de la existencia, hasta que, finalmente, se reintegró a nuestro mundo. Al regresar, sus ojos irradiaban y su trenza era más larga. Más suya.
Viajes en el espacio
A pocos kilómetros de Taos, nos detuvimos en el puente sobre el río Grande, que ha cavado un valle casi vertical de unos 200 metros de profundidad. Desde ahí se aprecian las capas de lava que fueron expulsadas por los volcanes que se formaron cuando el continente decidió separarse, hace unos 5 millones de años.
Esa fractura ha generado una suerte de valle ampliado, que se extiende desde el sur de Colorado hasta el estado de Chihuahua, en México. Es posible que en unos millones de años se forme en ese valle un lago y luego, tal vez, un océano.
Volvimos a Santa Fe. Esa noche, durante la cena, conversamos sobre el plan de ir al Área 51: una zona restringida en la que, se dice, han experimentado con alienígenas que fueron rescatados, tras la caída de un platillo volador en Roswell, en 1947. De inmediato estuve de acuerdo. No tenía idea sobre la conexión extraterrestre, pero sabía que la banda U2 le debe su nombre a un avión espía que fue desarrollado en ese lugar.
Para ese momento, yo estaba lista para dejar volar la imaginación y compartir con mis amigos una visión amplia de las cosas.
Pensé que los extraterrestres que se estrellaron en Roswell se habían equivocado en sus cálculos y llegaron unos millones años antes de que se formara un lago u océano que suavizara su aterrizaje.
Pensé que Juan había viajado en el tiempo al entrar por una puerta dimensional, conectada al río Grande. También pensé en los grises y supe que, gracias a su afición por las películas de Clint Eastwood, habían logrado encajar entre los terrícolas.
Entonces me sentí feliz de formar parte del equipo de personas que saben que las cosas no están pintadas en blanco y negro, sino en una infinita gama de grises.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.