
Regreso del volcán Irazú y veo un zopilote de cabeza oscura que sobrevuela un potrero. Tengo curiosidad por saber qué lo ha traído hasta ahí, así que detengo el carro al lado de la calle. En el cielo, otros zopilotes trazan círculos. Los observo con mis binoculares: no tienen la cabeza negra, sino roja.
Cuando regreso a la casa, busco más información. Los zopilotes de cabeza roja tienen un olfato extraordinario: detectan desde el aire los compuestos que libera un cuerpo en descomposición, incluso a más de dos kilómetros de distancia. También tienen una visión de gran alcance. Desde las alturas perciben cambios en el paisaje –el brillo de una piel, el movimiento de otros animales– y luego, cuando detectan su banquete, descienden como hélices guiadas por el hambre.
No necesitan matar. Solo llegar a tiempo, preferiblemente antes de que los de cabeza negra les roben el mandado.
Los zopilotes comen lo que nadie quiere tocar y, al hacerlo, limpian. Sus estómagos son pequeños laboratorios que neutralizan toxinas. Transforman en abono lo que es veneno para otros. Así, sin proponérselo, se ganan la medalla del reciclaje biológico.
Los carroñeros del pasado
Los carroñeros también dejaron huella en la historia de nuestro planeta. Hace unos 66 millones de años, cuando el impacto de un asteroide puso fin a la era de los dinosaurios, los primeros mamíferos –pequeños, oportunistas y omnívoros– aprovecharon la abundancia de materia orgánica para sobrevivir y ayudar a restablecer los ciclos ecológicos tras la catástrofe.
Mucho antes, en los océanos del Cámbrico –hace unos 540 millones de años–, criaturas sin mandíbula se deslizaban por el fondo marino succionando cuerpos blandos que caían desde la superficie. En el planeta existen varios sitios donde quedaron impresas sus formas: gusanos cubiertos de pequeñas espinas y trilobites que removían el sedimento en busca de restos. La muerte ya alimentaba la vida.
A lo largo del tiempo, la Tierra ha transformado la materia de incontables maneras. Los mismos elementos que forman un zopilote –hierro, calcio, carbono– transitaron por volcanes, corales y bosques antiguos mucho antes de que existiera el ser humano. El mismo Irazú, que ha expulsado ceniza y bloques sobre los potreros cercanos, nos recuerda que el planeta se recicla: lo que hoy es polvo de roca, pronto será suelo, luego vida, y algún día, alimento para otros.
Porque la materia no se pierde; solo cambia de forma. Los fragmentos de un cometa, las cenizas de un volcán, los huesos de un animal: todo forma parte del mismo ciclo. En el centro de ese intercambio constante está el carbono, que viaja incansable del cuerpo a la roca, del suelo al aire, y regresa, una y otra vez, a la vida.
Aprender a soltar
Los zopilotes de cabeza roja continúan dibujando círculos sobre el cielo del Irazú, sin prisa por tocar tierra. Con una paciencia envidiable, demuestran una forma de aceptación silenciosa del orden del mundo. Los observo planear durante más de diez minutos. Se deslizan en espirales lentas, apenas corrigiendo el rumbo con un leve giro del ala. Su vuelo no corta el aire: lo habita. Desde abajo parecen suspendidos, sostenidos por una fuerza invisible.
Aún no logro percibir dónde está la víctima, pero me doy cuenta de que los zopilotes de cabeza negra ya no andan cerca. Gracias a una idea instalada en mi subconsciente desde la niñez, los imagino con sus máscaras de muerte arrancando carne en un banquete de horror. En medio de la escena, entro en razón: ellos no son los asesinos de la película, sino los custodios de la transformación. No se oponen al curso natural de las cosas, solo lo facilitan.
Pienso en cómo estas aves nos enseñan a soltar y a aceptar. Vuelan cuando perciben algún olor, esperan un poco y luego un poco más; comen y se alejan cuando ya no queda nada. En esa tranquilidad hay, tal vez, una lección más profunda: que soltar no es rendirse, sino dejar espacio para que algo cambie de forma. Que lo que amamos –un paisaje, una persona– también está hecho del mismo carbono viajero, de materia que no desaparece, sino que se acomoda en otros cuerpos o en otros minerales.
Antes de ser lo que somos, hemos sido árbol, ave, volcán. Somos polvo reciclado que a veces respira por un instante antes de seguir en su ciclo. En esa ladera del Irazú, entre cenizas y zopilotes, la muerte es apenas una pausa: un suspiro de la Tierra antes de volver a crear.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.