Lo emblemático es una síntesis de aspiraciones profundas. Aun en lo que excluye y esconde, siempre revela y muestra. Los signos, por sí solos, son insuficientes para transformar realidades, pero pueden marcar puntos de inflexión: Rosa Parks, en 1955, negándose a ceder su lugar en el autobús; manos tocándose en medio de los boquetes del muro de Berlín en 1989 o, entre nosotros, don Pepe con el martillo sobre la pared del cuartel son ejemplos de ello. ¡Cuánta carga semántica hay en la mutación del Cuartel Bellavista al Museo Nacional o de la Penitenciaría Central al Museo de los Niños!
En los pueblos hay símbolos que permiten profundizar ideas democráticas, pero hay otros cargados de ignominia. Por esto, muchas transformaciones sociopolíticas se inician rompiendo íconos para afirmar nuevos valores: recuérdese la destrucción de las estatuas de Ceaucescu en Rumanía, de Huseín en Bagdad o, más recientemente, de los “arboles de la vida” en Nicaragua.
En muchos países se han generado movimientos revisionistas para determinar qué monumentos permanecen y cuáles no en sus espacios públicos. Las violentas escenas en Charlottesville, Virginia, en el 2017, entre supremacistas blancos y abolicionistas por el retiro de la estatua del general Robert E. Lee evidencian lo que se dice.
En el país, en esa misma línea, se planteó el debate sobre el monumento de León Cortés Castro y cada cuatro años, los 8 de mayo, suelen sucederse estampas como promesas de cambio. Al margen de la valoración que podamos hacer de las más recientes, podemos convenir en que lo simbólico pesa (y mucho). No es inocuo.
Justicia, cárceles y símbolos. Los poderes judiciales también producen íconos. En España, podemos remitirnos a la imagen de una Corte Suprema exclusivamente masculina o la polémica por el contenido de la ley derivada del caso de La Manada. En nuestro patio, a la par de imágenes sobre fiestas jurídico-políticas, hubo otra que pasó inadvertida: una graduación policial en la plaza de la Justicia que fue aprovechada por las más altas autoridades para reclamar por el contenido de decisiones judiciales.
Hay que reconocer y valorar la abnegada labor policial y ser conscientes de lo muchas veces fundado de la crítica hacia la labor jurisdiccional, pero es inevitable hacer un paralelismo de formas con instituciones castrenses que, en tiempos en que la independencia judicial se ha puesto en entredicho por actos externos e internos, hicieron inoportuno el gesto.
En sintonía con ello, reviste un especial simbolismo el que se insista en reabrir la isla de San Lucas (centro penitenciario fundado en 1873 por el dictador Tomás Guardia) y eso se haga desde la propia presidencia del Poder Judicial, coincidentemente días después de que se le entregara el Premio Nacional de Cultura 2017 al autor que viviera en carne propia y denunciara, en su libro La isla de los hombres solos, las atrocidades allí sucedidas y justo al finalizar la administración de Luis Guillermo Solís, quien personalmente, y a través del Ministerio de Justicia, esgrimiera sólidas razones jurídicas y hasta económicas (nada despreciables en plena crisis fiscal) para oponerse.
Aunque la propuesta no es nueva ni original (en el 2016 la lanzó Otto Guevara), cada cierto tiempo salta a la luz, como recordándonos la fragilidad de nuestra mítica autoconcepción de Suiza Centroamericana.
Inconsciencia. Volvamos a lo simbólico: imagine que en Europa se pretenda usar la infraestructura de Auschwitz, Dachau o Treblinka para fines punitivos. Es una idea que, por sí sola, repugna a la conciencia, pues fueron sitios en donde se materializó una propuesta totalitaria que despojó de su condición de persona a quienes no comulgaban con la visión de mundo de los detentadores del poder. Guardando las distancias del caso, igual sucede en lo local.
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El propio decreto n.° 24520-C de declaratoria de patrimonio arquitectónico de San Lucas señala que el lugar “posee valor testimonial como sitio de reclusión” y basta trasladarse por sus edificaciones para percibir la tortura que allí se vivió, con la complacencia del Estado, por décadas.
Desde 1884, lo percibió el que llegara a ser presidente de los tres poderes de la República, Ricardo Jiménez Oreamuno, al advertir: “Cuando la ciencia penal llegue a hacerse campo entre nosotros (…) se comprenderá la enorme injusticia que se comete manteniendo un presidio en lugar tan malsano como San Lucas” y lo reiteró, en 1906, el jurista Alfonso Jiménez: “Tiempo es ya de que los hombres bien intencionados que intervienen en la dirección y manejo de los negocios de interés general (...) se decidan a suprimir el presidio de San Lucas, vergüenza de una sociedad que blasona de culta”.
Sin embargo, más de cien años después, no parece llegar ese tiempo. Estos signos, en la justicia penal del bicentenario, no son inocuos y se conjugan con otros… mucho más explícitos.
La autora es coordinadora de la maestría en Ciencias Penales de la UCR.