
Yo tenía seis años cuando murió mi abuelo. Mi nono. Estaba muy pequeñita, pero mantengo algunos recuerdos muy vívidos de él. Recuerdo que una tarde llovía a cántaros y yo estaba sentada en el pórtico de su casa. De repente, se me ocurrió tomar agua de un chorro que caía por una canoa rota. Cuando estaba en lo mejor de mi travesura, empapada de pies a cabeza, salió a regañarme porque esa agua estaba sucia. Si seguía haciéndolo, me iba a enfermar.
A sus 57 años, arrastraba los pies, llevaba piyama y me miraba fijamente a través de sus anteojos de aros gruesos. Pensé que, si eso me lo decía un enfermo, tenía que tomármelo muy en serio. Nunca más volví a tomar agua de canoas rotas.
El día de su funeral había mucha gente. Mi nona estaba sentada en primera fila. Me acomodé en su regazo y lloré con ella. Apenas conocía a mi nono, Fidel Tristán, y ya se había ido.
Un jade protector
Poco después, fui con mi papá a la oficina vacía de mi nono, en el Instituto Nacional de Seguros. Zulay Soto, la directora del Museo de Jade, me tomó de la mano y me mostró cajas llenas de objetos precolombinos. Me explicó que mi nono había hecho un trabajo ejemplar comprando esas piezas. Me sentí muy orgullosa.
No tenía idea de qué hacían en el INS, pero supe que él había hecho algo único, irrepetible. Luego Zulay me llevó a una sala oscura, con luces proyectadas sobre figuritas de piedra verde, que brillaban y dejaban pasar la luz. Figuritas de jade.
El jade no aflora naturalmente en Costa Rica. En tiempos precolombinos fue apreciado como símbolo de poder y se traía en bloques del río Motagua, que fluye entre Guatemala y Honduras. Los artesanos locales aprendieron cómo tallarlo de maestros olmecas y mayas. Hubo talleres en Guanacaste y en las planicies del Caribe durante unos 1.500 años, a partir del año 600 antes de Cristo.
Hace unos días volví al Museo. Voy a menudo, especialmente desde que se trasladó al costado oeste de la plaza de la Democracia. Siempre descubro algo nuevo. Esta vez aprendí que nuestros pueblos precolombinos contaban con un espíritu protector desde su nacimiento. Esos espíritus podían quedar plasmados en una roca de jade en forma de ave o de mamífero.
Recordé que nuestros antepasados relacionaban las aves que surcaban el cielo nocturno con el interior de la Tierra. Pensé en mi conexión con la geología, busqué en las vitrinas del Museo y encontré un colgante con forma de ave. Una lechuza como la que escucho casi todas las noches, al lado de mi ventana. Había encontrado mi jade protector.
Un ‘collage’ personal
A menudo, cuando me presento con personas de la edad de mis papás, me preguntan: “¿Usted es algo de don Fidel?”. Y yo respondo: “Sí, claro, soy su nieta”. Luego surgen palabras de admiración y anécdotas sobre su vida, lo que me ha permitido armar un collage personal de mi nono, con todas sus luces y sombras.
Una de sus pasiones fue la preservación de nuestro patrimonio cultural. Probablemente, heredó esa pasión de su padre, José Fidel Tristán Fernández. Así, cuando fue director general del INS, mi nono creó el Museo de Jade. Supo aprovechar que, desde 1973, las instituciones autónomas podían destinar parte de su presupuesto a la compra de obras de arte costarricense.
Al igual que otras figuras destacadas de su generación, como José Figueres, Guido Sáenz y Alberto Cañas, reconoció la importancia de la cultura por su valor simbólico y social. Fueron tiempos de mayor entusiasmo y menos cálculo; tiempos para apostar por una música y un teatro, un cine y una danza para los costarricenses. En ese mundo creció y creyó mi nono. A esos ideales dedicó sus mejores esfuerzos.
Fue un apasionado del conocimiento, de la buena comida y la mejor conversación. Era un tipo alto, elegante y galán, que supo disfrutar de la vida intensamente. Cuentan que, en alguna ocasión, una mala jugada del destino hizo que mi nona lo descubriera in fraganti en andanzas amorosas. Entonces exclamó: “María, María, esta salazón merece tu perdón”. Parece que incluso en situaciones extremas, al borde del abismo, supo responder con humor y elegancia.
Pasa el tiempo y sigo descubriendo a mi nono cuando respondo: sí, yo soy la nieta de don Fidel. Las anécdotas en torno suyo me ayudan a descifrar de dónde vengo, a entender por qué me encantan las piedras y por qué vivo intensamente. Escucho a la lechuza afuera de mi ventana y pienso en mi nono. Me ha acompañado durante todos estos años, al igual que su amor por el jade, la vida y el arte.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.