
El proyecto de reforma a la Ley 10263, presentado por el Inamu y apoyado por la diputada Daniela Rojas, representa una dolorosa capitulación de un Estado que se niega a asumir sus responsabilidades. Un Estado cruel.
Hace más de dos años, con el acompañamiento de la Oficina de Participación Ciudadana, las familias de víctimas de femicidio trabajamos junto con diputaciones, asesores, expertos en Derecho de Familia, actuarios, funcionarias del Inamu y organizaciones sociales. De ese proceso surgió la propuesta de reforma a la Ley 10263. Aunque en su momento contamos con el apoyo público de las jerarcas de la institución, ese respaldo resultó ser una promesa vacía.
La Ley 10263 nació de una profunda necesidad expresada por instituciones, grupos de mujeres, funcionarias comprometidas del Inamu y, sobre todo, por las familias. Fue concebida para reconocer el derecho innegable a la reparación y la responsabilidad ineludible del Estado ante la pérdida de mujeres víctimas de femicidio. No es solo una ley: es un clamor por los derechos humanos, forjado con la lucha y el dolor de quienes vivimos esta tragedia.
Desde un inicio, el objetivo superior de la ley fue salvaguardar y garantizar el derecho de los hijos e hijas, así como de las familias, a un futuro pleno, digno y libre de estigma, discriminación y revictimización. La ley parte de una convicción sencilla: el mínimo acto de responsabilidad moral del Estado consiste en asegurar el acceso prioritario a los servicios que él mismo ofrece. Si cumplimos los requisitos, debemos ser atendidos con urgencia y respeto.
Sin embargo, nos hemos encontrado con una realidad dolorosa. Con esta reforma, las hermanas y hermanos de las víctimas perderán ese derecho. Muchos de ellos fueron testigos directos de la violencia y han sufrido, además, estigma y discriminación en los servicios de salud, educación y asistencia estatal. Es precisamente la incapacidad del Estado para garantizar una reparación moral mínima lo que agrava su exclusión.
La reparación económica ha generado también confusión. Los únicos beneficiarios son los hijos e hijas menores de edad –o hasta los 23 años si continúan sus estudios–, así como personas adultas mayores o con discapacidad que dependían económicamente de la víctima. No se trata de caridad ni de asistencia social: es un derecho. Un derecho fundamental que busca compensar la pérdida de la principal figura protectora durante la crianza mediante un apoyo económico sostenido que garantice una transición digna hacia la adultez.
El Inamu, sin embargo, insiste en sustituir ese acompañamiento con una suma única, sin argumentos técnicos sólidos ni objetivos claros. Esta decisión priva a los hijos e hijas de la posibilidad de reconstruir sus vidas con estabilidad y elimina, además, los derechos de quienes sufrieron la pérdida antes del 2018. Proponer un monto único y restringir derechos es liberar al Estado de su obligación moral, normalizando la incapacidad administrativa y el desprecio por las familias.
Aunque la iniciativa del Inamu plantea incluir en la reparación económica a las mujeres sobrevivientes de tentativa de femicidio, no propone ninguna fuente de financiamiento adicional para el Fondo de Reparación. Hoy, un error material en la redacción de la Ley 10263 se usa como excusa para justificar la falta de implementación efectiva. Incluir a más beneficiarias sin garantizar recursos sostenibles es darle un tiro de gracia a la ley. Depender de donaciones públicas o privadas no solo es irresponsable: es una forma de abandonar el deber del Estado.
Otro retroceso grave es la eliminación del principio que prioriza que la guarda y crianza de los hijos e hijas de las víctimas permanezca dentro de la familia de origen. La reforma permite que el PANI tramite con mayor rapidez las adopciones, lo que invisibiliza nuevamente a las familias de las ausentes. Este principio se incorporó precisamente para enfrentar la violencia vicaria, que obliga a muchas familias a atravesar largos y costosos procesos judiciales, lo cual profundiza su revictimización.
Institucionalizar la incapacidad, la falta de voluntad y la ausencia de empatía del Estado a imagen y semejanza de sus jerarcas es un golpe devastador. Convertir la ley en un cascarón vacío es el reflejo de un país que se rinde ante la injusticia.
En medio del dolor, las familias hemos aprendido que no hay nada más valioso que la vida. Mantener la esperanza, tener un propósito y luchar por una existencia plena y feliz, a pesar de las heridas, también es un derecho. Un derecho que debemos defender cada día como un acto de resistencia frente a la violencia, la injusticia y la ausencia de nuestras madres, hermanas e hijas.
Por ellas, seguimos de pie. No aceptamos volver a ser invisibles. No renunciaremos a este derecho. Porque nosotros, las familias, nunca capitularemos.
oscarmorera70@gmail.com
Óscar Morera Herrera integra el Grupo de Familias Sobreviviendo al Femicidio.