Se acerca la Navidad, tiempo en el cual los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús y, con él, el advenimiento de un mensaje de paz, compasión, perdón, amor al prójimo, amor también por nosotros mismos, tan esencial en momentos en que la salud psicológica de muchos se encuentra resquebrajada por los desafíos de la pandemia.
La Navidad es un período que debería asociarse con una serie de valores morales y espirituales, cuyo fin es que el individuo trascienda para llegar a ser la mejor versión de sí mismo. Desde luego, esos valores no son monopolio del cristianismo, los encontramos también en otras religiones y corrientes espirituales, en tratados de filosofía y en todo aquel que, sin profesar religión alguna, simple y sencillamente ha decidido ser una buena persona.
Lamentablemente, a menudo olvidamos el verdadero significado de la Navidad. En diciembre, nos encontramos envueltos en la vorágine de lo cotidiano, trabajamos arduamente para terminar el año sin asuntos pendientes, nos agolpamos en los centros comerciales para comprar los regalos que, por mandato social, debemos dar y recibir, atendemos compromisos sociales y familiares, planeamos las fiestas de fin de año.
La Navidad es una época de trajín intenso, cuando poco espacio queda para reflexionar sobre su sentido, sobre nosotros o nuestras vidas.
La palabra navidad proviene del latín tardío nativitas, que significa nacimiento. Ahora bien, según el Diccionario de la lengua española, el vocablo nacimiento puede ser entendido como el “principio de algo o tiempo en que empieza”.
Desde esa óptica, quisiera pensar que la nativitas, navidad en un sentido no cristiano, es también el milagro que ocurre cada día cuando al amanecer abrimos los ojos y disfrutamos del regalo de la vida. El día que empieza es una nueva oportunidad para escribir nuestra historia personal, labrar nuestro camino y perseguir nuestros sueños y metas.
Usualmente, sin embargo, nos despertamos mecánicamente, sin reparar en la bendición que significa el estar vivos, y nos lanzamos como de costumbre a los apuros diarios: alistar a los hijos para la escuela, prepararnos para el trabajo, enfrentar las presas interminables, sumergirnos en las labores de cada día.
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De vez en cuando, conviene hacer un alto en el camino y fijarnos en las cosas maravillosas que nos recuerdan que estamos vivos: el cálido sol matutino que abraza nuestras mejillas, los vientos alisios que despeinan nuestro cabello, el aire que llena nuestros pulmones. Vivimos una vida bella, a pesar de los retos y las dificultades que irremediablemente afrontaremos, porque no se vive sin dolor, pero, aun así, merece la pena vivirla.
En ocasiones, la vida nos da un golpe brutal y nos derrumba, nos recuerda lo frágiles que somos, nos obliga a detenernos. Esos momentos difíciles, que tarde o temprano llegarán, son también oportunidades de crecimiento personal y espiritual, ocasiones propicias para meditar sobre el rumbo de nuestra vida, su sentido y propósito.
En momentos de crisis, es conveniente conectar consigo mismo, con el ser que tan a menudo dejamos en un segundo plano, pues nos volcamos en los demás. ¿Quién soy, qué quiero, hacia dónde voy?
Volviendo a la Navidad, más allá de las festividades, es fundamental tener en cuenta las máximas de vida que queremos, o deberíamos seguir. Una significativa, por su universalidad y por encontrarse manifestada en diversas religiones, es la llamada “regla de oro”: no haga a los demás lo que no quiere que le hagan a usted. El sabio consejo lo encontramos en la Biblia (Mateo 7:12), en el Talmud (sabbat 31), en los dichos del profeta Mahoma y en los diálogos de Confucio. Pero ¿cuán a menudo seguimos esta norma de vida?
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Aprovechemos este tiempo de Navidad para volcar los ojos en nosotros mismos, para adentrarnos en nuestro corazón y alma y cuestionarnos sinceramente qué tan solidarios somos. ¿Practicamos verdaderamente el amor al prójimo o vivimos corroídos por envidias, odios o resentimientos? ¿Perdonamos las ofensas de los demás, así como pedimos el perdón de las nuestras? ¿Seguimos la regla de oro o vamos por la vida causando daños que no quisiéramos para nosotros?
Así que, en esta Navidad, en lugar de caer en los habituales ritos sociales y mercantiles, lo invito a reflexionar en su fuero interno sobre los valores y principios, religiosos o no, que le harán trascender y ser mejor individuo, padre o madre, esposo o esposa, hijo, hermano. El ejercicio es difícil, pero la recompensa es grande.
El autor es abogado.