La atmósfera electoral se ha ido desdibujando. Donde antes se expresaba alegría y esperanza, ahora se siente indiferencia y desencanto.
Mis abuelos y mis padres comentan con nostalgia que antes las elecciones eran una fiesta democrática. El ambiente era tenso pero alegre, y en el clima nacional había cierta efusividad.
Los ciudadanos salían a las calles, a los parques, a los paseos, a lo que fuera, con las banderas que representaban a sus candidatos. Incluso, cuando las parejas divergían, se acostumbraba poner en ambos lados del vehículo las banderas de uno y otro.
Los tiempos han cambiado. Lo muestra un estudio del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) del 2020. La concurrencia a las urnas va en picada, y si todo sigue como hasta ahora la tendencia se mantendrá en las próximas elecciones.
En la primera vuelta, el abstencionismo aumentó un 9,5% con respecto a la elección del 2018, cuyas cifras ya eran alarmantes. Además, entre 1980 y el 2017, el porcentaje de la población que asistió a alguna reunión política, contribuyó con dinero a alguna campaña, o puso banderas o calcomanías en su auto u hogar disminuyó 19 puntos porcentuales.
La participación electoral refleja el interés ciudadano en la política. Es una expresión de la esperanza colectiva en el futuro del país por medio de las vías institucionales que ofrece la democracia.
¿Por qué entonces la decreciente “alegría democrática”, como la llamo yo? Hay dos posibles, aunque no excluyentes, causas: la primera es que estemos perdiendo la fe en el país; la segunda, que inconscientemente pretendamos que el país mejore al margen de “las vías institucionales que ofrece la democracia”.
Ambas tendencias son tan ingenuas como peligrosas. La disminución de nuestra fortaleza cívica durante las últimas décadas conlleva desesperanza y frustración acumuladas, que, si bien es comprensible dado el aumento en la corrupción y el sinfín de expectativas y promesas no cumplidas, es grave y requiere atención.
Si se permite que siga languideciendo la virtud cívica, es decir, si cada uno se distancia del deber individual de tomarse las elecciones con seriedad, habrá consecuencias, tales como distanciarse de nuestra histórica e internacionalmente admirada cultura electoral; habituarse a la “mala política” (como si esta fuera una característica irreversible de la naturaleza); estimular la pereza cívica y descuidar la vigilancia de nuestros futuros representantes políticos; o permitir procesos electorales antojadizos, en los que la indiferencia desempeñe el papel fundamental en determinar quién recibe las llaves de la Casa Presidencial.
Es preciso combatir esa actitud y es vital entender que cuanto más descontentos estemos con la política, más necesario es vigilar el quehacer político para evitar que el desdén consolide un ciclo vicioso de “mala política”.
Nuestra fortaleza democrática es uno de los factores que nos han catapultado como uno de los países más felices del mundo, pero para seguir siéndolo no basta con disfrutar nuestras bellísimas playas y bien lograda paz; debemos recuperar la alegría democrática y virtud cívica.
El autor es consultor en políticas públicas.
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Ambiente nocturno en la Fuente de la Hispanidad, donde los electores esperaban los resultados de la primera ronda. Foto con fines ilustrativos. (JOHN DURAN)