
En mi familia, la Navidad florecía en una rama seca y rompía el cascarón en varios huevos de gallina…
Los aires festivos de esa temporada comenzaban a correr como chiquillos revoltosos por toda la casa en cuanto papá abría la puerta principal y aparecía, sonriente, con lo que para sus cuatro hijos no era más que una rama seca.
Así sucedía cada vez que noviembre se aproximaba encorvado y con bastón hacia el último de sus días, en tanto que diciembre se mostraba desesperado por abandonar el vientre del tiempo.
La magia comenzaba en cuanto mamá, Elizabeth, tomaba aquella rama y se encargaba de transformarla en nuestro árbol de Navidad.
El primer paso consistía en depositar en un tazón grande varias cucharadas de yeso en polvo y unas cuantas tazas de agua. Casi de inmediato, revolvía y amasaba todo con las manos hasta obtener una mezcla consistente.
A continuación, mamá cubría la desnudez de la rama con el yeso; imposible no imaginar el brazo, mano y dedos de un gigante embutidos en un guante blanco.
Mientras el revestimiento se secaba y endurecía, nuestra madre aprovechaba ese compás de espera para elaborar los adornos del árbol; los hacía con las cáscaras de huevo que había guardado durante los últimos días.
En cada uno de aquellos cascarones blancos, Elizabeth dibujaba rostros sonrientes y los dotaba de pelo, bigote y barba con algodón de farmacia y pegamento. Sí, hermosos e ingeniosos colachos que mamá cacareaba con orgullo.
A todos esos sannicolases se les pegaba un hilo en lo más alto de la cabellera canosa, el cual permitía atarlos en las ramitas enyesadas.
Por último, se enterraba la base de la rama en un tarro lleno de piedras y forrado con un pliego de papel regalo que imitaba una pared de ladrillos.
Nostálgico retoño
Días después, cuando papá y mamá recibían sus aguinaldos, alrededor de nuestro árbol de Navidad empezaban a aparecer regalos envueltos con papeles de diversos colores y diseños, y acompañados de colillas de cartulina con los nombres de los afortunados.
Así, la rama de yeso, ubicada en un rincón privilegiado de la sala, se convertía en el objeto más apreciado de la casa. Sus encantos seducían más que los del televisor con pantalla en blanco y negro, los juegos de mesa y la casa del perro; le ganaban la partida a la plaza de fútbol donde soñábamos con ser Pelé o Garrincha, y a una calle repleta de amigos dispuestos a jugar escondido, quedó o un, dos, tres ¡queso!
Resultaba más atractiva también que el triciclo en que pedaléabamos desde la casa hasta la pulpería de Memo, pasando frente a la panadería de los padres de Julieta, una niña delgada y pecosa que le gustaba a mi hermano mayor.
La rama de yeso era el centro de atención hasta la Nochebuena. Al día siguiente no le quedaba más que soportar nuestras infidelidades a causa de los regalos que, según creíamos, nos había traído San Nicolás.
Con el paso de los años, la rama de yeso fue sustituida por una de ciprés. El último sábado de noviembre nos íbamos de paseo familiar a algún potrero, y papá, con machete afilado en mano, cortaba la rama seleccionada, cuyo exquisito aroma perfumaría la casa durante las siguientes seis semanas.
Los adornos no eran ya colachos de cáscaras de huevo, sino bombas azules, rojas, verdes y plateadas, series de luces intermitentes y serpentinas multicolores.
Años después, las ramas de ciprés fueron desplazadas por árboles artificiales carentes de la fresca fragancia de la montaña. Los abalorios son cada vez más modernos y sofisticados.
Sin embargo, cada vez que los aires navideños comienzan a correr como chiquillos revoltosos por calles y aceras, la rama de yeso retoña en mi memoria y cacarea con nostalgia y gratitud.
José David Guevara Muñoz es periodista.
