
Caminando por el barrio, percibí a lo lejos el repicar de unas campanas. Recordé cierta estadía en una zona rural de Alemania. Durante la noche, sonaba cada hora el tenue compás de una campana. Aquello, para mí, encerraba un significado. Históricamente, la vida de los pueblos se regía a golpe de campanas. Transmitían mensajes de alegría, tristeza o de alarma. Estaban ligadas a lo festivo, pero también a lo fúnebre. Fueron testigo de numerosos acontecimientos. Custodiaron las tradiciones de la vida cotidiana.
Las campanas marcaban y organizaban el devenir diario. Repicaban al amanecer, al inicio de la jornada laboral. Al mediodía, señalaban el descanso de la comida. Al final del día, anunciaban el fin de un día de trabajo, momento de regreso al hogar, a la cena y al descanso. Hoy parece que todo eso ha quedado atrás. Hemos perdido un poco el sentido del tiempo ante una existencia dominada por la prisa.
Las campanas no solo señalaban acontecimientos religiosos, sino que también regían la vida ciudadana. Los toques civiles, responsabilidad del ayuntamiento, convocaban a los vecinos para tratar asuntos generales. Les congregaban para realizar trabajos de la comunidad. Hoy nos quejamos de todo y cada uno se queda tan tranquilo en su casa.
Fueron también alarma en tiempos difíciles, para avisar la llegada del enemigo, la caída de una ciudad o el fin de la guerra. Hoy, vivimos asediados por la inseguridad, una hija del narcotráfico. El toque de tormentas, tente nublo iba acompañado de conjuros y oraciones para alejar el peligro de las plagas o la destrucción de las cosechas. Hoy, los frutos del esfuerzo de tantos y de tantas los destruye la corrupción. El toque de perdidos orientaba a los extraviados. Hay más de un extraviado en lo que a respeto se refiere.
El tañido de las campanas se ha declarado como bien inmaterial de la humanidad. Ello proclama su hondo significado y valor espiritual. Las campanas anuncian un mensaje de esperanza, entendimiento y fraternidad.
Gran resonancia nos ofrece la reflexión del filósofo español José L. Rozalén Medina en torno a las campanas: “Si, en nuestros días, la disonancia ha aniquilado la armonía, si la fealdad ha ocultado la deslumbrante belleza, si la confusión ha oscurecido la senda de la dignidad y el compromiso, si la sangre ha masacrado la paz, si la demagogia ha enmascarado la democracia, si la mentira y la cobardía han emborronado la verdad, nosotros estamos convencidos de que la voz limpia y transparente de las campanas (en una especie de anamnesis platónica) es un recuerdo permanente de que existe un mundo de valores universales que nunca debe desaparecer, es un recuerdo sonoro de que existen otras formas de vivir y de sentir, es una hermosa afirmación de que el mundo del espíritu ni ha muerto ni puede morir”.
No han dejado de repicar las campanas, aunque tal vez hemos dejado de escucharlas. Vivimos en un mundo “secuestrado” por el ruido. Por las pantallas. Estamos distraídos. Nos hemos vuelto sordos, como menciona este filósofo, para los “sonidos del espíritu” y para las “músicas” de la concordia y la solidaridad.
Algunas personas son como “campanas” en mi vida. Me recuerdan cosas importantes. Arturo, oriundo de Turrialba, a sus setenta y cinco años, vende libros de Sopa de letras en una esquina de Curridabat. Humberto, a sus ochenta años, vende confites y banderas nacionales desde hace más de cinco años en los bajos de la fuente de la Hispanidad. Marta, madre de una familia numerosa, vende limpiones junto a un semáforo. No pocos la ignoran al cambio de luz. Es invisible para muchos. Vive al día con lo que recoge.
Pensaba que todos necesitamos un latir como el de las campanas: amplio y universal. Parafraseando a Ernest Hemingway: “Por quién doblan las campanas”. Que no sea porque ha muerto en nosotros la ineludible responsabilidad de trabajar por la paz, la honradez y la solidaridad. La egregia responsabilidad de educar.
Que repiquen las campanas en los hogares, en las escuelas, en las instituciones para frenar tantos descaminos. Que su sonido evoque la gloria de nuestro país. La gloria de nuestra libertad. La gloria de una noble y bendecida democracia.
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Helena María Fonseca Ospina es administradora de negocios.
