Hay cambios que se producen tan, pero tan lentamente que, aunque se produzcan cotidianamente y a vista de todos, tardamos mucho tiempo en percatarnos de su ocurrencia. O no nos percatamos del todo, nunca. Pero que, como la proverbial rana en la olla o la gota de agua de la apócrifa tortura china, tienen efectos finales sorprendentes y que suelen ser irreversibles.
Piense el lector en cuántos condominios, horizontales o verticales, ha visto aparecer en su cantón de residencia en los últimos, digamos, 20 años. En cómo, progresivamente, se han ido segregando espacios, sustrayéndolos del espacio público común.
Piense ahora en cuántos espacios de uso público ha visto aparecer en ese mismo lapso. Y entienda “espacio público” no como edificaciones o infraestructura que el Estado crea en tanto se requieren para el cumplimiento de sus fines (como clínicas o juzgados), sino espacios a los que pueden acceder los ciudadanos para, solos o en conjunto, realizar actividades de esparcimiento o de simple convivencia. Digamos un parque, una biblioteca, un polideportivo.
Si su cantón es similar al mío, podrá enumerar bastantes ejemplos de los primeros, pero tendrá que estrujarse las meninges para acordarse de uno (no digamos de más) de los segundos.
Y aun si nos ciñéramos a la infraestructura pública estatal, las posibles, aunque escasas, apariciones de nuevas instalaciones palidecerán a la par de la proliferación que, en ese mismo intervalo de tiempo, se ha producido de jardines de infantes, escuelas, consultorios, clínicas, residencias de ancianos e incluso hospitales, que atienden gustosos a aquellos que pueden pagar.
Pero en estos casos podríamos hablar de, si me perdonan el neologismo, inapariciones: cosas o entidades que podrían, o deberían, estar, pero no son, no están. Y tampoco se los espera. Y quizás, en algunos casos, ya ni se los desea.
Pero en ese mismo lapso de tiempo también habrán ocurrido en su cantón lo que podemos, con toda propiedad, calificar como genuinas desapariciones: entidades que estaban, pero ya no son más. Piense en la pequeña pulpería que había en aquella esquina, o en la zapatería familiar, o en la ventanita de los tacos, o en la pasamanería. Todos esos pequeños negocios que se han ido difuminando poco a poco, y desapareciendo del paisaje, cediendo a una lógica económica brutal, que también concentra, y segrega, los espacios del comercio.
Y no es que uno sea una especie de ludita del espacio, que pretende preservar todo como si de un museo, ajeno a los avatares del tiempo, se tratara, o que, peor aún, pretende apelar al retorno a una feliz e idílica arcadia que nunca existió. Entiendo la lógica, pero echo de menos la reflexión sobre lo que viene sucediendo, porque quizás se pierde más de lo que se cree.
Piense también, como un caso muy especial de estas últimas desapariciones, en la cantina de toda la vida: la de la barra de madera, la del trago con boca, la del televisor que solo se enciende cuando hay partido. Muy especialmente aquellas con mostrador en forma de herradura, para poder verse las caras y conversar. Uno de los últimos reductos de la convivencia entre clases sociales, entre el etiqueta negra y el cuatro plumas, entre las levitas y las chaquetas. Porque ya hasta algunas iglesias, otrora espacios también de convivencia de clases, se están segregando. Piénsese en la malhadada expresión “pastor de los ricos”.
Todo este manejo de los espacios, todas esas segregaciones, todas estas desapariciones e inapariciones, van sutilmente sustrayendo hilos del otrora conocido como tejido social. Van desapareciendo hebras. Van desapareciendo colores. Van desapareciendo texturas. Y lo que fuera en otro tiempo un denso tapiz multicolor, fuerte y apretadamente tejido, se va convirtiendo, poco a poco, pero inexorablemente, en una poco densa telaraña informe, de hebras etéreas que apenas se entrecruzan, y en la que es precario el caminar, máxime cuando se sienten las vibraciones de alguna entidad desconocida, pero ominosa, cuyo desplazamiento en alguna parte del entramado provoca vibraciones que amenazan nuestro equilibrio.
Las consecuencias de este proceso en otros órdenes ya se hacen notar. Porque ese manejo del espacio físico tiene consecuencias también en el espacio simbólico. Y en el comportamiento. Basta pensar en la convivencia en los barrios o en el deterioro de la vida política. Y aunque quizás la resistencia sea fútil, debamos dar crédito al consejo del poeta y no dejar que nos cierren el bar de la esquina.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.