
Costa Rica, el “país sin ejército” y baluarte de la paz en una región convulsa, ha sido por décadas un modelo de estabilidad y civismo. Sin embargo, en los últimos años, una sensación de desencanto generalizado comienza a eclipsar este idílico retrato. Más que una crisis económica o política, lo que se percibe es una peligrosa decadencia social marcada por la pérdida progresiva del respeto hacia nuestras instituciones, nuestros líderes y, quizás lo más preocupante, entre nosotros mismos.
La sociedad costarricense se está viendo reflejada en un oscuro espejo: el de los países donde la polarización ha carcomido la fe en el sistema. Nos acercamos peligrosamente a una realidad en que la confianza en el Poder Judicial, la Asamblea Legislativa, la Contraloría e incluso la Presidencia de la República se desvanece a una velocidad alarmante, y lo que es peor, promovida por los mismos poderes políticos.
La constante descalificación pública, la politización de la justicia y la burla sistemática han erosionado la autoridad moral de quienes deben velar por el bien común. Cuando la crítica constructiva es sustituida por el ataque personal y la verdad es reemplazada por el meme o el rumor viral, se pierde la base fundamental de la democracia: el respeto por las reglas del juego y por las personas que las administran. La consecuencia es una ciudadanía cínica que ve al funcionario público no como un servidor, sino como un enemigo o un incompetente, lo que paraliza la capacidad de acción del Estado.
Una derrota que duele más allá de la cancha
La desilusión deportiva, como la que significa la descalificación de nuestro país al Mundial 2026, no es solo un fracaso en la cancha; es un poderoso símbolo de una frustración social que se siente en todos los ámbitos.
El deporte de alto rendimiento exige disciplina, compromiso, respeto por el entrenador, por el rival y por la camiseta. Cuando estos valores se perciben ausentes en la Selección Nacional, se establece un doloroso paralelismo con el estado de la nación. La decepción futbolística se convierte en una metáfora de una sociedad que está perdiendo por falta de cohesión y respeto a la autoridad técnica.
La pregunta que nos interpela con mayor urgencia es: ¿qué les estamos dejando a nuestros hijos?
Si la generación actual de líderes y ciudadanos normaliza el irrespeto y la descalificación como la única forma de interactuar, estaremos hipotecando el futuro de la República. El respeto no es sumisión, es el reconocimiento del valor inherente de la otra persona y de las instituciones que garantizan nuestra convivencia.
Para construir una sociedad sólida, es imperativo recuperar la enseñanza de tres pilares fundamentales:
Respeto por la autoridad (superiores): entender que las figuras de autoridad (maestros, policías, jueces, líderes políticos) merecen consideración por la función que desempeñan. Desacatar la ley o desprestigiar sin fundamento debilita el orden social que nos protege a todos.
Respeto por el semejante (iguales): la base de la tolerancia y la sana convivencia es la capacidad de disentir sin destruir, de debatir sin deshumanizar. Es reconocer que la dignidad de la persona está por encima de cualquier diferencia ideológica o social.
Respeto por el saber y el esfuerzo: valorar la experiencia, la trayectoria y el conocimiento. En un mundo donde todos opinan por igual, es vital enseñar a los jóvenes a distinguir entre una ocurrencia y una opinión fundamentada.
Costa Rica no está condenada a ser otro ejemplo de país sin rumbo, pero el cambio requiere una introspección profunda. Debemos pasar de la queja a la acción cívica, comenzando por el ejemplo en el hogar y en la esfera pública. La verdadera fortaleza de una nación no está en su riqueza material, sino en el tejido moral que la sostiene.
Recuperar el respeto no es una opción, es la condición sine qua non para que el “pura vida” costarricense no se convierta en una melancólica postal del pasado.
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Guillermo Calderón Torres es auditor interno.