Una tarde del 2015, en la sala de espera de un consultorio ginecológico, se convirtió –sin que yo lo supiera en aquel momento– en el día de la más profunda manifestación del significado del don de la vida. Con apenas seis semanas de gestación, escuché por primera vez el latido intenso del corazón de mi bebé, instante que me permitió entender el propósito del mensaje que tantas veces el papa Francisco nos transmitió: la importancia de la familia.
Tras su partida, deseo honrar su memoria evocando el mensaje de su magisterio: la familia como núcleo fundamental de la sociedad, privilegiando el amor, la formación y la esperanza.
Ese legado advierte a creyentes y no creyentes. Es una exhortación a quienes tienen en sus manos el deber y la responsabilidad de proteger a la familia, especialmente, a quienes legislan y gobiernan.
Necesitamos urgentemente políticas públicas que apoyen a las familias con hijos. Es imperativo que tales políticas valoren la maternidad y la paternidad, que respeten la legislación existente y que promuevan mayores alcances para el bienestar familiar, sin discriminación, y atendiendo a la gran variedad de tipos de familias que existen en las sociedades modernas.
Es responsabilidad de todos proteger el bienestar de la familia; no desde un concepto idealizado o inflexible de familia como modelo único, sino con el compromiso de acompañarla, cuidarla y promoverla.
En ese sentido, es necesario garantizarles a estas entornos seguros, dignos, con acceso a vivienda, salud, educación y empleo de calidad. Que exista justicia social, no caridad.
Una sociedad verdaderamente fuerte es aquella que valora a la familia y reconoce que en ella están los cimientos de sus bases estructurales. Es en el hogar donde abuelos, padres, tíos, hijos, primos, comparten valores, aprenden del pasado y forjan el futuro.
‘Escuela del buen vivir’
La familia es el primer lugar donde aprendemos a respetar las diferencias, aprendemos a convivir con los demás, aprendemos lo que es el amor. Como decía el papa Francisco, es la “primera escuela del buen vivir”.
Cuidar a las familias debería verse en las sociedades como una inversión en capital humano, pues son el camino para apostar por una humanidad más empática.
En el año 2015, en la encíclica Laudato Si, el Papa reflexionó profundamente sobre el papel transformador de la familia:
“La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir gracias como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea”.
‘Nuestra casa común’
En esa misma encíclica, Su Santidad hizo una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo en que estamos construyendo el futuro del planeta: “Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”.
El respeto por el medio ambiente, la promoción de la diplomacia azul y la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, deben ser los pilares para garantizar la protección de la casa que comparte la humanidad.
Todo comienza, una vez más, en la familia, donde se aprende, desde el ejemplo, a cuidar el entorno y se educa para la convivencia humana.
La familia es, así, un pilar con poder transformador, el lugar donde se forma el ser humano.
Si el futuro de la humanidad está en los seres humanos que formemos, entonces proteger a la familia no es solo una opción: es una exigencia moral.
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Andrea Arroyo Mora es embajadora y diplomática de carrera.
