En una comparecencia del expresidente Luis Guillermo Solís, la semana pasada, la diputada Pilar Cisneros preguntó lo siguiente: “Con respecto a lo que se llamó ‘las golondrinas’, que usted soltó en su administración y que algunos expertos ahora dicen que allí estuvo el germen del crecimiento exponencial de la delincuencia en Costa Rica, ¿por qué lo hizo?, y ¿se arrepiente de eso?”.
La señora Cisneros faltó a la verdad. No ha habido una sola persona experta en temas penitenciarios o de seguridad –esto es, alguien que reúna acreditaciones técnicas y académicas– que haya probado con datos empíricos que las medidas que se tomaron en 2016 expliquen de algún modo la carnicería que hemos sufrido en el país en este cuatrienio.
En primer lugar, habría que decir que el tema de “las golondrinas” fue un escándalo mediático. En 2015, habíamos alcanzado un nivel insoportable e inmanejable de hacinamiento carcelario del 52%. Los juzgados de ejecución de la pena, cuya función constitucional y legal es fiscalizar que haya ciertas condiciones básicas de vida en las cárceles, ordenaron reubicar a 1.600 personas para descomprimir la grave situación que había en centros, sobre todo de Alajuela.
Además, como, en aquella época, quienes estaban a cargo del Poder Ejecutivo defendían el Estado de derecho, las disposiciones se acataron más allá del costo político que pudieron tener.
Dicho lo anterior, esas medidas no tienen relación con lo que vivimos hoy por varias razones.
En primer lugar, porque el egreso que se hizo, de cerca de 1.600 personas, solo abarcó a quienes les restaban entre seis y 12 meses para solicitar una promoción penitenciaria (gente que saldría en muy poco tiempo).
En segundo lugar, porque se valoraron los perfiles técnicamente y solo podían salir quienes estuvieran condenados por delitos no violentos –con lo cual se excluyeron homicidios, tráfico internacional de drogas o figuras relacionadas con el crimen organizado–. Y, lo más importante, porque el nivel de reincidencia fue de 3%.
Sin embargo, lo verdaderamente grave no es la inexactitud en las palabras de la señora Cisneros –que desconozco si las pronunció inducida a error por alguien o de manera deliberada– sino dónde nuevamente nos estamos situando.
A partir de 2014, de cara al retraso histórico en materia de infraestructura penitenciaria, hubo que emplearse a fondo, por medio de préstamos y del presupuesto del propio Ministerio de Justicia y Paz. Por eso, y como resultado de una gestión que implicó a tres administraciones de distinto signo político, pero con una mirada institucional y de Estado común, entre ese año y 2022, se inauguraron cuatro centros penales nuevos, al punto de que la sobrepoblación logró reducirse a menos de 10%. Pero nada de eso es suficiente si, como ha estado pasando –lo cual debería llevarnos a otro debate– la población penal sigue en aumento.
Es cierto que la justicia penal no va a resolver los problemas sociales y que, en buena medida, seguramente los agrava. Sin embargo, si Costa Rica no construye cárceles que reúnan ciertos estándares y permite que el hacinamiento se dispare otra vez, continuaremos en un círculo vicioso de violencia porque cárceles sobrepobladas son caldo de cultivo para la delincuencia organizada y para que el Estado pierda el control. Y eso, como lo demuestra el caso ecuatoriano, es una tragedia en toda regla.
El ritmo constructivo que logramos alcanzar se detuvo en 2022 y eso es un hecho incontrovertible. Estos últimos años han sido, en materia de infraestructura penitenciaria, un rotundo retroceso. La Defensoría de los Habitantes, hace unos pocos días, denunció que de nuevo se ha superado el 30% de hacinamiento, lo que suma otro factor de riesgo a los otros que ya padecemos.
Mientras tanto, a unos meses de finalizar su gestión, el Poder Ejecutivo se sacó de la manga un proyecto de última hora, sin terrenos, sin presupuestos, pero con una enorme carga mediática. Es obvio que, de aquí a mayo de 2026, no se habrá levantado una edificación nueva y que para entonces el sistema penitenciario será todavía más frágil.
Pero, claro, culpables son todos: los fiscales, los jueces, los investigadores judiciales, la Contraloría, la prensa y hasta quienes en algún momento han estado presos. Todos, menos los que en estos cuatro años asumieron cargos en los que no se pudo, no digo superar —que habría sido lo deseable— sino, al menos, sostener el mismo nivel de planificación y construcción que se traía. Era lo mínimo y, aun así, fue imposible. Y, a diferencia de las culpas, las consecuencias sí las sufriremos todos.
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Marco Feoli fue viceministro y luego ministro de Justicia y Paz en la administración Solís Rivera.
