
La reciente y lamentable noticia de un niño mordido por un perro en un centro comercial ha desatado una tormenta predecible: indignación, miedo y una reacción regulatoria que, aunque comprensible, podría significar un enorme retroceso.
Como abogada, como la inseparable humana de una perrita que me acompaña a casi todo lado y, habiendo estado también del otro lado del mostrador como dueña que fui de un restaurante pet friendly, la situación me genera un conflicto interno que, estoy segura, muchos comparten. No estoy de acuerdo con la restricción total, pero es imposible seguir defendiendo a los dueños irresponsables que nos están arruinando el paseo a todos.
El incidente, agravado por la huida del dueño y la evidente falta de protocolos del comercio, puso sobre la mesa una verdad que hemos ignorado: al tico le falta cultura y sentido común para la tenencia de mascotas en espacios públicos.
Seamos honestos. La apertura pet friendly que tanto celebramos no nació de una ley visionaria, sino de una evolución social y de mercado que el Estado ha ignorado por años. Nuestras mascotas son familia y los comercios, inteligentemente, respondieron a esa demanda. El problema es que esta cultura se construyó sobre cimientos de arena, sin un marco legal sólido y, peor aún, sin una cultura cívica que la respalde.
El resultado lo vemos a diario: perros sin correa, a veces de razas de manejo especial, campeando a sus anchas; dueños que aplican el “hágase el loco” cuando su mascota deja un “regalito”; animales sin socializar, ladrando y generando estrés, y una preocupante ignorancia sobre lo que implica la responsabilidad de un animal. Está claro que el culpable no siempre tiene cuatro patas.
Ahora, a raíz del accidente, el Ministerio de Salud anuncia medidas más estrictas, limitando el acceso principalmente a los animales de asistencia. ¿Es la solución? Entiendo perfectamente el temor de los padres. Nadie quiere que una ida de compras termine en emergencia.
Sin embargo, en este conflicto hay dos lados que deben asumir su cuota de responsabilidad.
Por un lado, tenemos al “papá o mamá perruno” que cree que su “chiquitín” es incapaz de molestar, aunque ladre sin cesar o se lance sobre la gente. Por el otro –y esto hay que decirlo–, también están los padres de niños que no supervisan a sus hijos, y les permiten que corran hacia un perro desconocido, que le jalen la cola o las orejas e invadan su espacio sin respeto alguno.
La convivencia es una vía de doble sentido: así como el dueño debe controlar a su mascota, los padres deben enseñar a sus hijos a respetar a los animales y la propiedad privada. Ni los perros son juguetes, ni todos los lugares son un playground.
Abandono del Estado y espejo internacional
Este problema no es nuevo. La costumbre lleva años creciendo y el Estado ha mostrado una ausencia y un desinterés lamentables. No ha habido un esfuerzo genuino por crear una legislación moderna que guíe esta nueva realidad social. Ahora, ante la crisis, la respuesta es reactiva y prohibitiva.
Quizá deberíamos dejar de inventar el agua tibia y ver lo que funciona en otros países. En Alemania o Suiza, naciones genuinamente pet friendly, la cultura de convivencia se sostiene sobre pilares de responsabilidad y ley. Para tener un perro, se exige:
Un seguro de responsabilidad civil. Obligatorio en la mayoría de los estados alemanes y en cantones suizos. Si su perro causa un daño, usted y su seguro responden. Tan simple como eso.
Registro y un impuesto anual (Hundesteuer). El perro está censado, lo que desincentiva la tenencia impulsiva y genera fondos para infraestructura canina.
Cursos de adiestramiento. En algunos lugares, los dueños primerizos deben completar cursos para aprender sobre el manejo y comportamiento de su animal.
En España, la ley es clara: los animales van con correa y los ayuntamientos tienen la obligación de habilitar espacios seguros para ellos. No es una opción, es una corresponsabilidad entre el ciudadano y el gobierno.
Aquí, en cambio, hemos dejado que el “pura vida” se confunda con un “hago lo que me da la gana”. La triste realidad es que en Costa Rica necesitamos que una regla nos obligue a usar el sentido común.
Este incidente no debería ser el fin de los espacios compartidos. Debería ser el catalizador para una conversación nacional seria. Es una oportunidad para exigirle al Estado que legisle con inteligencia, para que los comercios implementen buenas prácticas y, fundamentalmente, para que, como sociedad, entendamos que la correa no solo sujeta a nuestro perro, sino que también nos ata a una responsabilidad cívica ineludible.
No demos pasos atrás. Avancemos hacia una cultura pet friendly real, una que se base en el respeto, la educación y la ley, y no en la lamentable improvisación que hoy nos pasa una carísima factura. Porque el problema, casi nunca, es el perro. Es la falta de conciencia y educación de quien sostiene la correa.
karfemu@gmail.com
Karla Fernández es abogada, amante de las mascotas y fue propietaria de un restaurante ‘pet friendly’.