
Junto con los faroles y los desfiles, una de las imágenes que con más fuerza se asocia a la celebración de nuestra independencia es la del paso de la Antorcha. Pasamos la Antorcha de país en país, como pasó la noticia en aquellos días de setiembre y octubre de 1821, anunciando y convocando a cada República a asumir su independencia, su autonomía, su identidad y su desarrollo, un desarrollo que debe serlo para todos.
Símbolo poderoso es el paso de la Antorcha. Tanto por el fuego –señal de que algo acaba y algo nuevo nace de sus cenizas – como por el gesto aún más significativo de ser una antorcha viva que corre y pasa de país en país, de mano en mano, vivificando, iluminando y, más que todo, exigiendo a quien la carga que cumpla con su destino, que sepa construirlo y, al hacerlo, que pase dignamente la Antorcha a nuevas manos, que continuarán –cada una a su manera – esta hermosa tarea de construirnos como sociedades del nuevo mundo; porque siempre es nuevo el mundo al que pasamos la Antorcha.
Convivencia y fraternidad. Pasar la Antorcha de país en país simboliza también un reto constante: el reto de la convivencia, de la fraternidad entre nuestros pueblos, entre nuestros países, entre nuestros Gobiernos. Al cruzar cada frontera el fuego de la Antorcha, revela el doble carácter de nuestras fronteras: entelequias que separan, pero, al mismo tiempo, trazos imaginarios que, por su misma naturaleza, hacen evidente cuán cerca estamos: tan próximos que solo nos separan punto y raya, raya y punto.
El paso de la Antorcha nos invita, así, a hermanarnos en nuestros rasgos comunes y en nuestras diferencias, a disfrutar y crecer en nuestra diversidad, a combatir la discriminación y los estereotipos odiosos; y a construir juntos eso que llamamos desarrollo y que no es más que una forma abreviada de llamar al bienestar para todos; a la convivencia armoniosa entre todos y con nuestro pródigo, pero frágil entorno; al camino que integra la cohesión social con el crecimiento económico; a la vida institucional y democrática que garantiza que los pueblos sean siempre los auténticos dueños de su destino, libres de opresión y libres de demagogia.
Pasar la Antorcha de país en país –en Centroamérica– significa además pasar la voz, pasar el pensamiento, pasar las emociones y los sentimientos, pasar la música y el baile y la pintura; pasar los platillos de comida de cada uno al vecino, y comer los del vecino... que si es del vecino es también nuestro, tan nuestro como el gallo pinto, el tamal y la tortilla.
Pasar la Antorcha –símbolo universal– nos invita además a compartir y enriquecer nuestra identidad y nuestra cultura con todo lo que ofrece el mundo; nos llama a enriquecer lo nuestro, apropiándonos lo mejor de la cultura universal, haciendo nuestro lo que alguna vez pareció ajeno –como hicimos con la guitarra y la marimba, con el café y la cerveza, con la palabra y la pollera (y hasta con el futbol, al que llamamos nuestro deporte nacional, aunque no sea este el mejor momento para recordarlo)–. Así, apropiándonos de lo ajeno a partir de lo nuestro, transformándolo en propio, podremos también aprovecharlo como combustible potente para que nuestra Antorcha costarricense y centroamericana arda también con un fuego universal y constituya un símbolo de nuestro aporte a la humanidad.
La Antorcha pasa de estudiante a estudiante, de joven a joven a lo largo de cientos de kilómetros. Al hacerlo, el paso de la Antorcha surge como símbolo del largo camino que cada uno de ellos deberá recorrer a lo largo de su vida como persona, y todos ellos como ciudadanos de una patria, como representantes de una región y como herederos y herederas de un planeta.
Recorrerán este camino imaginando, diseñando y haciendo realidad los sueños que les permitirán, cuando llegue el momento, heredar dignamente la Antorcha a otros jóvenes, soñadores como ellos, curiosos como ellos, inquietos como ellos, retadores y rebeldes como ellos y como los jóvenes de todos los tiempos.
Una sola fuerza. Antorcha y estudiantes se funden en su carrera como un solo símbolo: joven y antorcha se hacen una sola imagen, una sola fuerza al recorrer nuestra geografía; la imagen del sueño vivo, del sueño que avanza iluminándonos con su fuego y con su paso; paso firme de piernas jóvenes, fuego de corazones jóvenes, camino de ideas e ilusiones jóvenes.
Jóvenes que hoy estudian, que hoy juegan, que hoy conversan y escriben y chatean , que hoy bailan y cantan, que discuten y alborotan, que a veces pelean y... que aman; pero también jóvenes que hoy se angustian pensando en su futuro, y que nos reclaman por un presente que no siempre les ofrece todas las oportunidades anunciadas por el fuego de la Antorcha que cargan. En Centroamérica –y en esta Costa Rica – nuestra gente joven se siente amenazada por un fuego distinto: fuego de pobreza, fuego de violencia, fuego de drogas y, sobre todo, el fuego de una indiferencia que les quema las alas, las ilusiones y las piernas. Paradójica realidad de nuestros países, capaces de depositar la esperanza en manos de sus jóvenes, pero incapaces a veces de brindarles la educación, la salud, el respeto, la identidad y el afecto necesarios para que el fuego de la Antorcha alimente... en vez de consumir sus vidas.
La Antorcha debe pasar también de una generación a otra. Tal es la esencia de la vida y de la historia. Tal es el reto de la educación y el desarrollo: tomar lo mejor de las generaciones precedentes, apretar el paso y recorrer la ruta que nos toca, hasta llegar a un punto superior en el que la Antorcha sea digna de ser pasada a las nuevas generaciones.
Mucho se habla de la juventud de hoy, de sus supuestas debilidades y flaquezas, de su desinterés y desidia, de su alegada pérdida de valores. Esto no es nada nuevo: cada generación de jóvenes ha oído los mismos discursos de sus mayores: así fue en los setenta, igual que fue en los cuarenta... o en los años veinte. Los jóvenes siempre parecerán inadecuados a sus mayores: la verdad, es que simplemente son jóvenes.
Dignos herederos. Los jóvenes de hoy –y esto lo digo con pleno conocimiento y convicción– son realmente dignos herederos de sus abuelos: son personas inquietas, curiosas, preocupadas por su comunidad, por el país, por el ambiente y por el mundo; son apasionados, críticos, rebeldes... como corresponde a su juventud. No tienen todas las respuestas, pero se están haciendo buenas preguntas.
La pregunta que debemos hacernos nosotros es una pregunta muy simple: ¿seremos nosotros dignos portadores de la Antorcha con que nos ha tocado correr, seremos dignos de nuestros padres y madres, dignos de nuestros hijos e hijas? Desde el hogar, desde las aulas, desde los medios de comunicación, desde los púlpitos, desde nuestro lugar de trabajo... ¿estamos contribuyendo como debemos con la formación de nuestra juventud?, ¿somos realmente un ejemplo por seguir?
La Antorcha que pasemos a nuestra gente joven no puede ser simple brasa que se apaga al paso, por sus miras cortas y su conformismo. Pero cuidado: tampoco puede ser un fuego fatuo que les encandila y les ciega con su brillo inútil, impidiéndoles ver el camino. De nada valen los sueños si no pasan de ser quimeras que solo nos sirven para lamentarnos de lo que no tenemos o no hemos sabido construir. Las verdaderas utopías son aquellas capaces de guiarnos en la acción, aquellas que pueden transformarse en realidades.
Por eso, por lo que hemos logrado, pero más aún por lo que nos queda por lograr, es indispensable que sepamos alzar esa Antorcha, para que nuestros sueños se sigan transformando en realidad y nuestra realidad pueda dar paso a nuevos sueños cada vez más ambiciosos. Sepamos ser dignos de nuestra historia.