
Costa Rica se enorgullece de ser una república democrática, libre, independiente y pluricultural, como lo consagra el artículo 1 de su Constitución Política. En congruencia con ello, el artículo 9 ordena que su gobierno sea popular, representativo, participativo y alternativo. Tales principios encuentran su expresión más genuina en la existencia de partidos políticos fuertes, permanentes y estructurados, conforme al artículo 98, que los reconoce como instituciones fundamentales del sistema democrático costarricense.
No obstante, en la práctica reciente se observa un fenómeno que amenaza esta arquitectura institucional: la proliferación de los mal llamados “partidos taxis” o “partidos de maletín”. Se trata de agrupaciones creadas o utilizadas al margen de un ideario político consistente, sin estructura orgánica real ni bases militantes definidas, que operan como vehículos oportunistas para colocar candidaturas independientes y negociar apoyos circunstanciales, vaciando de contenido el ejercicio de la representación política.
Debe hacerse la salvedad de que la creación de un partido político nuevo no implica, por sí sola, la creación de partidos taxis, ni tampoco una práctica reprochable ni una amenaza al sistema democrático. Muy por el contrario, los nuevos movimientos políticos representan expresiones legítimas de transformación social, responder a necesidades emergentes de la ciudadanía y aportar a la renovación del debate ideológico nacional. Son, en muchos casos, la base misma del dinamismo democrático. El verdadero problema radica en el uso instrumental o la prostitución de estas figuras partidarias.
Este fenómeno no solo es cuestionable éticamente; también contraviene frontalmente el programa constitucional costarricense. En efecto, los “partidos taxis” o “partidos de maletín” desnaturalizan la democracia representativa al usurpar la función de intermediación entre la ciudadanía y el poder público. En lugar de canalizar corrientes ideológicas estables o intereses colectivos legítimos, simulan una representatividad que en realidad sirve a intereses personales o de grupos coyunturales.
Por su parte, el Código Electoral reafirma la jerarquía de la Constitución como fuente suprema en su artículo 3 y establece controles específicos sobre la participación electoral y el acceso a fondos públicos, principios que se ven burlados cuando estas agrupaciones operan como franquicias electorales sin rendición de cuentas ni vida partidaria efectiva.
Me parece que en lugar de continuar tolerando o incluso amparando ficciones legales como los “partidos taxis” o “de maletín”, Costa Rica debe abrir un debate serio sobre la urgente necesidad de modernizar su sistema de elección de representantes y robustecer los instrumentos de control democrático directo. Si el modelo actual ha quedado obsoleto hasta el punto de propiciar estas distorsiones, es necesario replantearlo con reformas estructurales que eliminen la exigencia de los partidos políticos como único vehículo para acceder al poder y que habiliten de manera efectiva las candidaturas independientes, coherentes con la realidad social y política del país, sin recurrir a artificios para cumplir requisitos meramente formales.
Asimismo, es indispensable reforzar la democracia directa mediante figuras como la revocatoria de mandato, la iniciativa popular vinculante y la consulta ciudadana obligatoria para decisiones trascendentales, para permitir así que la ciudadanía ejerza un control real, oportuno y periódico sobre sus autoridades electas.
Solo así se evitará que la legitimidad democrática repose en formalismos vacíos y se garantizará una participación ciudadana real, dinámica y corresponsable con el buen gobierno.
Más grave aún, la permisividad frente a estas ficciones partidarias alimenta la fragmentación excesiva del sistema político, debilita la gobernabilidad y legitima prácticas como el transfuguismo, que traiciona la voluntad popular expresada en las urnas y desnaturaliza la lealtad programática que debería caracterizar a todo representante electo.
Esta movilidad oportunista de legisladores y autoridades electas entre partidos o bloques parlamentarios, sin control ni sanción real, erosiona la coherencia ideológica y fomenta acuerdos de conveniencia que minan la estabilidad democrática.
Frente a esta realidad, resulta imperativo que la Asamblea Legislativa y el Tribunal Supremo de Elecciones refuercen de forma integral los requisitos de inscripción, permanencia y rendición de cuentas de los partidos políticos, pero también que se regulen de manera estricta los cambios de afiliación partidaria durante el ejercicio de un mandato, estableciendo sanciones efectivas como la pérdida de credenciales o la obligación de devolver la curul a la agrupación que obtuvo legítimamente el apoyo ciudadano.
Estas reformas deben complementarse con una ciudadanía informada, vigilante y empoderada mediante mecanismos de democracia directa, para que los electores tengan la facultad de revocar el mandato a quienes desvíen su representación del proyecto político que los llevó al poder.
Costa Rica no puede seguir tolerando que se trivialice su democracia. El desafío de fondo no es solo jurídico, sino ético y cultural. Urge devolverle la representación popular, fortalecer la responsabilidad política de los funcionarios electos y cimentar una democracia de calidad, donde la confianza ciudadana se construya sobre la transparencia, la coherencia y la rendición de cuentas.
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Francisco Javier Mesalles Ramírez es abogado.