
Costa Rica atraviesa una metamorfosis peligrosa: la violencia dejó de ser un fenómeno excepcional y se volvió rutina. En lo que va de 2025, el país acumula más de 700 homicidios, con lo que supera el conteo del año pasado a la misma fecha. Esto confirma una tendencia incompatible con nuestra civilidad y democracia.
Cada semana, hay balaceras, ejecuciones y riñas mortales; escenas que antes escandalizaban hoy apenas despiertan un gesto de resignación. Normalizamos el miedo, trivializando la muerte y perdiendo la sensibilidad ante el dolor ajeno. La violencia ya no sorprende: se volvió paisaje, ruido de fondo, parte del cotidiano.
Y no es solo el sicariato. Las riñas, los conflictos vecinales y las discusiones impulsivas se convirtieron en la segunda causa de muerte violenta. Somos una sociedad al borde del colapso emocional, donde la ira se volvió lenguaje y la intolerancia, método.
Esa violencia cotidiana no es solo física, también es verbal y simbólica. Las redes sociales se transformaron en espacios de linchamiento, insulto y polarización; los programas de opinión, en arenas de confrontación. Cada palabra violenta es una chispa más en un país que ya arde.
El combustible: odio e intolerancia
Esa cultura se alimenta también de los discursos incendiarios, la burla pública, la desinformación y la confrontación sistemática. Algunos liderazgos legitiman la agresión como forma de interacción.
Lo más grave es que muchos, perdiendo de vista el bosque, aplauden las ramas del árbol; la ciencia lo llama “efecto contagio”. Y, en Costa Rica, esto ya no es teoría: es una realidad que se multiplica en cada esquina, en cada red social y en cada titular de sangre.
Mientras tanto, pan y circo. Escándalos, cortinas de humo, persecuciones mediáticas contra quien piense distinto. El espectáculo nos distrae de la urgencia: un baño de sangre inhumano que podría no ser reversible si no reaccionamos ya.
¿Qué hacer? De la indignación a la acción
- Liderazgo responsable y ético
La palabra del líder debe unir, no dividir. Quien ostenta poder público tiene el deber de moderar, no incendiar. La ética no es una opción: es la base del liderazgo en tiempos de crisis. La violencia comienza cuando la razón calla y el odio ocupa su lugar.
- Operatividad policial real
Costa Rica necesita una acción policial sostenida, visible y profesional: control territorial, presencia 24/7, inteligencia aplicada, recursos humanos y tecnológicos suficientes, y una estrategia clara, medible y pública. La seguridad no se construye con discursos, sino con presencia efectiva.
- Persecución penal articulada
No hay seguridad posible si Fiscalía, OIJ y Fuerza Pública trabajan desconectados. Se requiere un modelo integrado de persecución criminal, con intercambio de datos, protocolos unificados y atención tanto al crimen organizado como a la violencia común. La coordinación institucional debe ser la norma, no la excepción.
- Prevención social e institucionalidad activa
Escuelas, municipalidades, PANI, MEP, IMAS, IAFA, Inamu y organizaciones locales deben articularse en una red real de prevención y atención temprana. El abordaje institucional debe ser dirigido, medible y sostenido, no simbólico ni improvisado. La seguridad empieza mucho antes de la patrulla: nace en la familia, en el aula y en la comunidad.
- Comunicación pública ética
El sensacionalismo es gasolina para la violencia. Es indispensable una comunicación responsable desde autoridades y medios, que evite el efecto copycat y fomente la reflexión social. No se trata de callar la violencia, sino de narrarla con conciencia y responsabilidad.
- Pacto nacional antiviolencia
Urge un compromiso de país, con metas públicas, auditoría ciudadana y seguimiento constante. Recuperar espacios, reducir homicidios y reconstruir la convivencia deben convertirse en una prioridad nacional. Este pacto no es un documento más, sino la oportunidad de salvar nuestra identidad colectiva.
El alma colectiva está en riesgo
Costa Rica fue ejemplo de civilidad porque supo construir acuerdos en medio de las diferencias. Hoy, la violencia nos está robando no solo la paz, sino el alma colectiva que nos definía. Este no es un problema de “ellos”: es un problema de todos.
El silencio, la indiferencia y el aplauso fácil también son formas de complicidad. Si no apagamos hoy el incendio del odio, mañana no habrá agua suficiente para salvar lo que fuimos.
Juan José Andrade Morales es abogado y máster en Política Pública Criminal, comisario de Policía, exdirector General de la Fuerza Pública, exviceministro de Seguridad Pública y expresidente de la Comunidad de Policías de América.