
En días recientes, he visto a muchas personas compartiendo publicaciones en redes sociales acerca del asesinato del activista estadounidense Charlie Kirk. Hay diversas posiciones frente al tema, pero me parece que existe consenso general en que, independientemente de la postura política de la víctima, se trata de algo que bajo ninguna circunstancia debería ocurrir. La violencia política no es algo que deberíamos aceptar; nos preocupa e indigna. Pero no es muy distinto de lo que constantemente sucede en Centroamérica y América Latina, donde este tipo de acontecimientos rara vez arman tal revuelo.
Para quedarnos en el contexto centroamericano, basta mencionar que, en Nicaragua, más de 400 personas han sido despojadas de su nacionalidad como represalia y más de 200 figuras religiosas han sido forzadas al exilio; también debe mencionarse el asesinato de Roberto Sancam, exiliado en Costa Rica.
En El Salvador, más de 88.000 personas han sido detenidas bajo el régimen de excepción, incluyendo a decenas de defensoras de los derechos humanos.
Pareciera que nos consternamos más por lo que sucede lejos, a miles de kilómetros, por una realidad que, si bien indirectamente nos afecta, no es la nuestra. Es paradójico que un asesinato político desate un coro de indignación inmediata, mientras que aquí, en nuestra propia región, convivimos con tragedias que muchísima gente suele pasar por alto. Nos sacude más la desdicha ajena que la que nos es cercana.
Estoy convencido de que no se trata de indiferencia o de que no nos importe. Tan solo tenemos el mal hábito, producto de una herencia que nos pesa, de prestarle más atención a lo que sucede lejos, en ese “norte global”, y desatender lo cercano.
Pero ver esa indignación y esa condena a la violencia política en redes sociales me da esperanza. Se trata, tan solo, de ampliar la mirada, de ver lo cercano con esa misma indignación e ímpetu de cambio. Así, quizá, podemos hacer una diferencia.
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Rafael Pontigo Acuña es estudiante de Comunicación en la Universidad de Costa Rica (UCR).