Swann, protagonista del primer volumen, Por el camino de Swann, de la obra En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, arrebatado por el aburrimiento del presente y la desesperanza de un mejor mañana, acepta tomar el té que su madre tiene a bien ofrecerle en un lánguido día de invierno.
Sin mayor entusiasmo, degusta una cucharadita de la magdalena remojada en el té. Las migajas, cual pócima mágica, provocan una catarsis existencial en su ser y lo liberan de la pesadez de su presente al evocar reminiscencias de una infancia feliz en Combray.
Acallados en nuestro interior, los recuerdos reviven con el aroma de una comida, la sutileza de un perfume, el sonido de alguna nota musical o una palabra susurrada, incrustados en nuestra historia. Las sensaciones que se despiertan pueden ser agradables y placenteras o, al contrario, desagradables e impertinentes.
Hace unos días, escuché llamar al pueblo, a nosotros, “pendejos”. Al tintinear ese vocablo, desfilan ante mí aquellos chiquillos de mi antaño con copetes engominados, rodillas raspadas y desencajados en uniforme escolar matoneando a los considerados pusilánimes.
Me pregunto quiénes eran los pendejos: ¿acaso los que hacían la pendejada de matonear o los sumisos? En el escenario de mi infancia, desfilan además personajes, en mi cándida percepción infantil, grotescos: algún peón de finca con lenguaje malsonado y carácter iracundo mascullando ese “pendejo vos, ¡cabrón!”.
En fin, aparte de las novelas mexicanas en boga, cuyos protagonistas, machos absolutos, se trataban de “pendejos”, no recuerdo que el término fuera común en nuestra cultura.
A decir verdad, en mi vida no he llegado a conocer muchos pendejos, tildados así. Y ni se diga de las pendejas, porque no conozco ni una. La vida me ha dado, sin embargo, la preciosa oportunidad de conocer hombres y mujeres que se han dejado de pendejadas.
En el tan difícil mundo del agro, por ejemplo, las mujeres caficultoras se dejan de pendejadas: se remangan, calzan botas de hule, se coronan con gorra y atienden su finquita con las buenas prácticas agrícolas en las que con muchas dificultades se han logrado formar, con ayuda de instituciones como el Instituto Costarricense del Café (Icafé).
Desde su tierna infancia, los niños y las niñas en inhóspitas condiciones familiares y financieras dejan la pendejada del calzado del año, gomina del pelo y la suculenta lonchera escolar para asistir, ojalá se pueda todos los días, al centro educativo más cercano. Y ni se diga de los padres que se levantan de madrugada para alistar a sus güilas y salir a trabajar, porque si no se trabaja, no se come.
Satanizamos palabras, y “pendejo” no es una excepción: débil, tonto, cobarde, pusilánime... Y el pobre “pendejo” es un insulto. La abuela de Facundo Cabral, según cuenta él mismo, era casada con un coronel que solo temía a los “pendejos” porque eran muchos. Además de ser numerosos, son mayoría, por lo que eligen hasta el presidente. El pendejo más peligroso, según Cabral, es el demagogo que cree que el pueblo es... pendejo.
La autora es literata francesa.