
A menudo, cometemos el error de reducir la democracia al simple ejercicio del sufragio cada cuatro años. Sin duda, es su máxima expresión, mas no la única.
El corazón de una sociedad sana no late únicamente en sus códigos legales ni en sus urnas, sino en la tranquilidad cotidiana de sus ciudadanos al hablar. La verdadera salud democrática se mide por la libertad de expresarse sin miedo y por la seguridad de que la discrepancia no vendrá acompañada de represalias.
Para que una nación crezca, requiere mentes despiertas. El pensamiento crítico solo florece en ambientes donde la diversidad de opiniones es vista como un motor de crecimiento y no como una amenaza al orden establecido. Debemos entender que el silencio impuesto no es sinónimo de estabilidad; es, en realidad, una forma de estancamiento social. Una nación fuerte es aquella que abraza la pluralidad como su mayor activo.
Lamentablemente, estamos cayendo en la peligrosa tendencia de normalizar el agravio. Hemos empezado a concebir la política y el debate público como campos de batalla donde parece que “todo vale”. Pero es imperativo recordar límites fundamentales: la burla no es un argumento, el menosprecio no es liderazgo y la amenaza jamás será autoridad.
Cuando permitimos que el insulto se convierta en el lenguaje cotidiano de quienes ostentan el poder o de quienes participan en la discusión pública, perdemos todos. El deterioro del lenguaje es el preludio del deterioro de las instituciones. Al perder la altura en el debate, erosionamos la confianza ciudadana y cerramos las puertas al entendimiento.
La libertad es, sin duda, nuestro bien más preciado, pero su columna vertebral es el respeto mutuo. Luchar por un país mejor no significa aplastar al que piensa distinto, sino tener la valentía de construir puentes donde otros insisten en levantar muros. La verdadera democracia no se mide por el volumen de los gritos, sino por nuestra capacidad de escucha y síntesis.
Que nuestra bandera sea siempre la dignidad, y nuestra herramienta principal, el diálogo. Solo a través de una libertad que nos incluya a todos, sin miedos y con respeto, podremos garantizar que la democracia sea un sistema vivo y no solo una definición en un diccionario.
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María José Alpízar Paniagua es ama de casa, miembro de la Asociación de Desarrollo Integral de San Juan, en San Ramón de Alajuela, y miembro de la Junta de Educación del Jardín de Niños Federico Salas Carvajal.