Su ritual de cada mañana: la duda se mira en el espejo del baño, ese cristal ovalado frente al cual se rasura las certezas, lava las verdades absolutas que amanecen en su rostro, y se cepilla los dientes para eliminar cualquier placa de sarro dogmático.
“¿Por qué me esmero tanto en mi cuidado personal si vivo en un mundo en el que lamentablemente importo cada vez menos?”, se pregunta al mismo tiempo que descubre una lagaña de infalibilidad en la comisura de su ojo derecho.
Se regala una respiración profunda y una exhalación lenta y retoma su diálogo interno. “Está de moda no dudar, evitar cuestionar, abstenerse de desconfiar de la insoportable levedad de afirmaciones que venden los mercaderes de falsas y malintencionadas realidades”.
Estornuda y la esquina inferior izquierda del espejo queda llena de salpicaduras de convicciones sospechosas. Procede a limpiar la superficie con una toalla de espíritu crítico.
“Constato cada día, en especial en las redes sociales, el desprecio que sienten muchas personas por mí. Demasiada gente cree de buenas a primeras en noticias falsas que, además, repite y propala sin ningún sentido de responsabilidad. Lo hacen incluso hombres y mujeres que siempre me han parecido inteligentes y espabilados. ¿No les da vergüenza?”
Con una tijera de barbero, corta de raíz un vello de narrativa aparentemente espuria que sobresale en una de las cejas. “Me quiero y respeto mucho como para andar por la vida exhibiendo cuentos chinos”, se dice, y siente en el estómago la náusea que le produjo el discurso descarada y cínicamente manoseado que escuchó por la radio mientras pereceaba en su cama.
“¿Por qué ese apresuramiento, esa urgencia por compartir, echar a volar memes, videos, fotos, informaciones sin antes verificarlas, pasarlas por el colador, el filtro de la duda sana? ¿A qué se debe esta pandemia de manipulaciones? ¿Por qué mienten sin ningún sonrojo quienes se proclaman los nuevos abanderados de la verdad y la honestidad?”
¿Será esto cierto?
El estruendo de una palmada rápida y violenta quiebra la quietud matutina que impera en el baño. La duda acaba de matar a un zancudo que volaba con el vientre lleno de comunicados malasangre. Tuvo que lavarse las manos.
“¿Tanto cuesta invertir tiempo en constatar, confirmar, corroborar? ¿Por qué no lo hacen? ¿Pereza o miedo a que se le corra el maquillaje a la mentira o se le revienten las ligas al antifaz del embuste? Quisiera entender. Deseo conocer la razón de tanta desfachatez”.
Un enorme y prolongado bostezo, de esos que culminan con un suspiro, le permite detectar un desagradable residuo de falacia enclavado entre un diente y un colmillo. Recurre al cepillo de dientes, el hilo dental y el enjuague bucal con sabor a perspicacia mentolada.
Tiembla levemente, se da cuenta por el sonido metálico del móvil que pende del techo de su cuarto, y de inmediato piensa en la necesidad imperiosa que tiene la sociedad de experimentar un profundo sismo ético producto del choque entre las placas de la conciencia y el razonamiento.
“Hay individuos que, en lugar de haber pasado por las aulas, parece que estudiaron en las jaulas, pues repiten como loros esquizofrénicos o papagayos enajenados todo lo que oyen sin antes plantearse la más básica y necesaria de las preguntas: ¿Será esto cierto?”.
De pronto, repara en un lunar extraño que apareció hace pocos días en su mentón y le genera desconfianza; enciende las luces de alerta. Decide que esa misma mañana solicitará una cita con el dermatólogo en aras de descartar que sea una mancha de propaganda burda o show mediático.
“¿Qué hay que hacer para que la gente se reconcilie con la duda? ¿Cómo despertar de nuevo el apetito por el pensamiento crítico? ¿Cómo reducir la vocación de rebaño e inculcar el espíritu de la duda sana, el cuestionamiento vital?”, se pregunta frente al espejo que cada día le muestra apenas una cara de la realidad, un atisbo. El resto, lo esencial, depende de su capacidad de reflexión.
José David Guevara Muñoz es periodista.
