
Hasta el día de mi muerte, mi vida había sido todo lo convencional que suele serlo para nosotros, en estas geografías y en aquellos tiempos de la crianza dura, de corrección con cinchas, de caminos de lastre y de trabajo en vez de escuela. Típica, salvo, eso sí, por esa afición para, llegada la noche, prender una candela y devorar los libros viejos que algún familiar dejó años antes ahí olvidados, los periódicos amarillentos, las revistas robadas en la pulpería o los afiches recogidos en la calle. En El peligro de estar cuerda, Rosa Montero me dejó muy claro ese rol medicinal y salvador de la literatura que probablemente me permitió no partir mucho antes.
En medio de esa normalidad tan ordinaria me fui haciendo viejo, siempre ajeno a los hospitales, a las clínicas, a las ferias de salud, a todo eso que llaman atención primaria, medicina preventiva, y a los inexistentes centros de tercer nivel de las tierras olvidadas.
Los esquivé siempre, quizás sin ser muy consciente, porque al menos en los fajazos uno sabe bien qué esperar, cuánto duele, cuánto deja de doler después del quinto, cuánto se necesita para hacerse hombre en Ñamérica, como dice Caparrós. En cambio, las batas blancas que suelen subirle la presión a cualquier cristiano, los estetoscopios, la letra intraducible, y, sobre todo, ese lenguaje superior, omnipotente, dueño de la vida y de la muerte, que zanja abismos entre ellos –los que sí saben– y nosotros –los que poco conocemos, poco entendemos–, no me hacía sentir demasiado cómodo.
Más por su insistencia que por la propia tranca de la orina fue que terminé donde eso que llaman urólogos: unos tipos bien vestidos, con dedos largos y una extraña afición por los olores a la urea. De ahí fue poco para pasar al hospital, a mis noventa y tantos, casi muchos.
–Haber sido tan macho como para terminar en estas– dijo uno de mis compañeros de habitación, y de suplicio. No sé si tenía razón. Lo cierto es que ahí, donde la vida vale nada, en medio de sondas, geles, miados, rubor durante las horas del baño, todos estábamos aterrados, confusos, medio vencidos. Y hermanados: es la esencia humana. En algún momento, luego de muchas explicaciones, de no –querer– entender, después de muchos enojos y negativas, uno termina por aceptarlo –o aceptarla, a ella; sí, a ella–.
–De solo pensar en todos los libros que no me voy a leer, no me quiero morir– fue mi única objeción. Ese último hilo de la cabuya que permite aferrarse a algo, aunque sea colgante, aunque sea frágil.
Soy el dueño de algo más que mi propio cuerpo. Lo había leído en alguna enciclopedia empolvada, y luego lo había adoptado como convicción. Una vez fuera del hospital, pude decir –decidir, también– que ya había sido suficiente: cansancio, punzadas, muchos años a cuestas, y la determinación de no querer más tratamientos, más noches de pasillos fríos y sonrisas involuntarias de las damas voluntarias.
Uno no sabe cuál será el día, por más que de cerca se escuchen pasos de animal grande. Ahora pienso que en todo caso era la forma de exprimirle el gozo a esas últimas partidas de damas con chapitas de Pepsi que jugamos ella y yo, o aquellos espacios de Solitario con el fajo lullido, acartonado y abombado en sus bordes por tanta humedad, que tan difícil hacía el arte de barajarlo que alguna vez dominé.
Pero el reloj sigue, el calendario también. Ese viernes sentía algo distinto en el ambiente, no sé, un espesor que hacía la respiración más costosa. Le pedí el desayuno y que me ayudara a bañarme; es mejor siempre estar digno para recibirla, a la altura de los acontecimientos, en caso de que se le ocurra pasar a visitar de imprevisto.
Ella estaba más acongojada de lo usual: iba y venía, entraba y salía, y claro, algunas llamadas. Decían que estaba pálido, sin saturar –¿qué diablos significa sin saturar?–, débil, con la presión baja.
En mi encuadre interno, la luz del corredor fuera del cuarto se hacía distante, opaca, un poco borrosa. Rocé la sábana y su textura me dio tranquilidad: era esa tela vieja tan rica, tan acoplada a los recovecos de un cuerpo arrugado y huesudo. La última dosis, además, me quitó el dolor de espalda, tan necio y agudo en los últimos días.
–Amor, por cualquier cosa, acuérdese lo que hablamos– y una pausa. Es mejor ir siempre un paso adelante, con tono firme, con convicción.
Entonces, su paz, su desaceleración, su volver a estar; eso, su paz. Me peinó con sus caricias, me terminó de lavar con sus lágrimas, y me preguntó cuál ranchera quería escuchar. Aunque ya para ese momento no me salían las palabras, mi cara le contestó. Y así cantamos, ella con su voz, yo con mi alma. Y así me fui quedando dormido, confortable, sin deudas por saldar. Y así, ella bien, serena, sin cargamentos ajenos, pudo llegar a narrártelo, con esa sonrisa pacífica que la define, quince días después.
¿Cuántas cosas me puedo llevar? La última mudanza debe ser la más ligera (Volver a comenzar, Café Tacvba)
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
