
Fue instintivo. Di tres pasos hacia atrás y quedé petrificado ante aquella visión, una noche cualquiera, a las siete, de algún día de 1967.
Apenas empezaba a trabajar como mensajero en la empresa Ceca Limitada, a mis 16 años, y nadie –ni siquiera el guarda que custodiaba el edificio Trejos González, frente al parque Morazán– me había advertido sobre aquel personaje.
Yo venía de Cachí a estudiar en el Liceo Costa Rica nocturno y jamás había oído hablar, mucho menos conocer, a Azulito. Por eso, al verlo, me impresionó profundamente, más aún cuando supe de su amarga historia.
Él, que, según me enteré, alguna vez fue un hombre inteligente, había caído en la indigencia por los avatares de la vida. Me miró con bondad. Su pelo ensortijado estaba cubierto de pequeños pedacitos de papel azul –su color preferido–, de donde provenía su apodo.
Aquella mirada me transmitió una extraña confianza. Se había quedado en el dintel de una bodega de basura, con un saquito de gangoche al hombro, donde guardaba los papelitos que recogía y que lo hacían sonreír como un niño con juguete nuevo. Con los sobrantes, se coronaba la cabeza.
En ese tiempo, en aquel edificio funcionaba la oficina mecanizada de Tributación Directa. Allí se desechaban millones de documentos: una auténtica mina azul para Azulito.
Pasé junto a él con cierto temor. “Buenas noches”, le dije para calmar mi ansiedad. “Buenas noches”, me contestó, algo compungido, como entendiendo que me había asustado al surgir de repente.
Sobre su vida circulaban diversas versiones donde la realidad se confundía con la leyenda. Algunos decían que había sido un pianista sancarleño cuya locura nació de un desengaño amoroso. Otros lo ubicaban como un seminarista que no pudo concluir sus estudios sacerdotales y la frustración lo llevó a perder la razón.
Era respetuoso, callado, de baja estatura. Andaba siempre descalzo, no aceptaba limosnas, solo comida si alguien se apiadaba de él al verlo deambular por aquel San José tranquilo de entonces.
Cuando terminaba su triste caminar, solía dormir en el aserradero de los Wolf, en plaza González Víquez. Allí, entre las boruchas que esparcía su melena negra, parecía sentirse feliz.
También sobre su muerte hubo especulaciones. Algunos aseguraban que lo sorprendió dormido en un parque josefino, donde un paro cardíaco puso fin a su existencia. Otros, que un incendio en el aserradero lo consumió. Incluso se dijo que falleció en una delegación de la Guardia Rural en Ciudad Colón, donde había buscado abrigo.
Fuera como fuera, Azulito descansó al fin de su duro peregrinar terrenal. Ojalá un cielo azul intenso, del mismo color que tanto amó, lo haya recibido.
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Fernando Gutiérrez es excorresponsal de ‘La Nación’.